Jueves, 09 de Octubre 2025
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Por amor al ruido

Aunque parezca inaudito, el estruendo público tiene defensores

Por: EL INFORMADOR

somos una sociedad de adictos al ruido y lo producimos sin ninguna clase de vergüenza.  /

somos una sociedad de adictos al ruido y lo producimos sin ninguna clase de vergüenza. /

GUADALAJARA, JALISCO (22/MAR/2015).- Alguna vez he intentado el ejercicio mental de imaginar el tipo de cosas que piensa alguien, una persona cualquiera, que conduce un automóvil y aprovecha su marcha para bajar las ventanillas y subirle a tope a la radio. ¿Cree acaso que cada uno de los seres vivos cercanos ansía escuchar la sublime canción que al emisor le pone la carne de gallina? ¿Quiere darnos cuenta de una alegría repentina y contagiosa? ¿Es directamente imbécil?

Nuestra ciudad, como la inmensa mayoría de las localidades mexicanas, carece de una legislación práctica sobre el ruido. Es decir, aunque existe una Norma Oficial Mexicana emitida por la Semarnat, no hay autoridad a escala municipal que clausure o al menos intervenga en un local o casa particular que la viole. Ser vecino de un bar, por ejemplo, representa soportar entre 90 y 110 decibeles por las noches, cuando la NOM establece que, a partir de las 22:00 horas, el nivel máximo aceptable sea de 55 (la recomendación de la Organización Mundial de la Salud es incluso menor, de apenas 46 decibeles). Para darnos una idea de lo que estas cifras representan, baste decir que 110 decibeles son solamente 10 menos que los que se escuchan en las cercanías de un avión que despega, mientras que 55 corresponden a los de una televisión con volumen medio (ignoro si el lector dormirá con el televisor encendido y le parecerá santo y bueno hacerlo de ese modo, pero este redactor tiende a apagarlo antes de conciliar el sueño). Ahora mismo, mientras escribo y aunque el ocaso hace rato que pasó, escucho un rotomartillo, una podadora y la impenitente radio de un vecino que piensa que berrear codo a codo con Mijares mientras lava su automóvil a manguerazos es un derecho humano básico. Vaya: somos una sociedad de adictos al ruido y lo producimos sin ninguna clase de vergüenza.

He estado inmiscuido en algunos debates informales sobre el ruido urbano. Aunque parezca inaudito, el estruendo público tiene defensores: gente, por ejemplo, que considera que es perfectamente aceptable que los habitantes de una casa tengan que escuchar a fuerzas lo que les place a los de otra, así sean las tres de la mañana, porque todo reclamo en ese sentido es “reaccionario”. Estos entusiastas me han recomendado combatir mi alergia al exceso sónico con tapones de oídos, ansiolíticos o colgándome de un árbol (no se los tomo a mal porque yo les deseo que el último sonido que escuchen sea el de un ferrocarril inesperado). Pero más allá de estos (espero) sarcasmos, lo central es que aunque la evidencia científica alerta de los daños físicos y psicológicos que el ruido provoca en quien lo produce y lo padece, somos incapaces de tomarnos el asunto en serio. Estamos acostumbrados a pensar que quien se queja es un quisquilloso, un represor, un neurótico.

Y con ese mismo tipo de razonamientos fingimos que no estamos viviendo en un basurero de aire, tierra y agua contaminados, en un lodazal de abusos y delitos, en un pantano de homicidios, etcétera. Es un viejo juego conocido como el del “Tío Lolo”, aquel que se hacía tonto solo.

Hace poco leía una columna en la  que alguien se quejaba de ver por todas partes multitudes de personas, especialmente jóvenes, con los oídos tapados por audífonos. Yo les aplaudo. Y lo hago porque, quizá paradójicamente, la música que suelo escuchar es muy ruidosa. Pero jamás se me ha ocurrido que alguien como mi vecina, una señora muy amable con nietos de mi edad, quiera escuchar a Pantera a las 11 de la noche mientras pruebo mi nueva motosierra junto a la pared que nos separa. 

Tapatío

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