Jueves, 25 de Abril 2024
Suplementos | Parte del trabajo de un ayuntamiento es asegurarse de que un local cumpla con normas

Colonos y altavoces

Parte del trabajo de un ayuntamiento debería consistir en asegurarse de que un local que atienda al público cumpla con ciertas normas básicas

Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (16/ABR/2017).- Leo en los periódicos (no pude atestiguarlo en persona por estar de viaje) que el reciente Festival Roxy, realizado en el Trasloma, provocó la irritación de algunos vecinos del área. Tanta, que el municipio ya decidió que no autorizará más eventos musicales en el lugar en todo lo que resta del año. Como he sido tanto asistente a conciertos y festivales como vecino desesperado quisiera reflexionar aquí un poco sobre este tipo de conflictos.

Primero, lo institucional. Parte el trabajo de un ayuntamiento debería consistir en asegurarse de que un local que atienda al público (desde una marisquería o tlapalería hasta un salón de fiestas, un estadio o una sala de concierto) cumpla con ciertas normas básicas. Y debería asegurarse también de que su operación no se entrometa de forma desastrosa en la vida de los vecinos. ¿Por qué se enojan los habitantes del área afectada por un espectáculo masivo? Por un racimo de afrentas. Porque los iluminados que piensan que sus automóviles son especiales les tapan las cocheras; porque las calles quedan repletas de basura (producto de la pereza de otros iluminados para buscar un bote o guardar sus desperdicios hasta regresar a su casa); o porque el ruido puede llegar a exceder cualquier volumen razonable y convertir una casa en una especie de cuarto de pruebas sobre la resistencia a los terremotos. ¿Qué debe hacer un ayuntamiento? Garantizar que haya sitio suficiente donde estacionarse, limpieza, seguridad y un volumen de sonido aceptable dentro de los parámetros legales (que están muy por debajo de lo que generalmente se tolera). ¿Qué ayuntamiento lo hace (o lo ha hecho alguna vez en la historia, para que quienes ahora no gobiernan no se sientan que lo hacían mejor)? Ninguno, que yo sepa. Al menos no de modo sistemático. Muchos solamente se acuerdan de la existencia de los reglamentos cuando hay un escándalo público, con todo y heridos, o cuando un vecino influyente se pone a hacer llamadas.

En torno al tema del ruido, sobre el que bastante se ha escrito en este espacio en otras ocasiones, hay varios puntos que me siguen resultando un misterio. ¿Qué clase de fetiche tenemos los tapatíos con el estruendo y por qué nos gusta tanto imponérselos a los demás? Alguien, por ejemplo, y lo vemos todos los días, abre un comercio de lo que sea y, claro, no se le ocurre mejor idea que colocar junto a la puerta dos bocinas profesionales a berrear canciones hórridas a un volumen como para que lo escuchen en Plutón. Claro: el ruido espanta a los clientes potenciales (¿quién, que no esté sordo o loco, se sentaría a comer en un lugar donde no pueden ni escucharse los propios pensamientos?) y el negocio fracasa. Pero eso sí: los que rentan las bocinas se cuidan mucho de decírselos a sus próximos clientes.

Por otro lado, es verdad que en nuestra ciudad nunca han dejado de existir los “colonos” (grandioso nombre, que evoca armaduras, arcabuces y perros con arneses de hierro) a quienes la mera existencia de un festival de música para jóvenes en su ciudad hace que les den palpitaciones y taquicardias, como si el Maligno mismo fuera el promotor que los organiza.

Mis conocidos que fueron al Roxy Fest (un festival tan “peligroso” que el promedio de la audiencia andaba rondando los treinta años) no notaron que el ruido fuera exagerado ni se sintieron parte de un ritual de Salem. Nomás se quejaron de la polvareda, que les empanizó algunos de los canapés gourmet que servían en los puestitos. ¿Eso basta para poner a los vecinos de pestañas? ¿Alrededor de la Expo Guadalajara, además? Me parece bastante peculiar.

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