La cumbre, al otro lado del cielo, estaba oscurecida por las nubes. No había más testig de su cúspide que la montaña inmensa, azulada, titán antiguo del valle, horizonte más allá del páramo inmenso de la laguna seca, desordenada por los espirales enterregados de las tolvaneras. De pronto, en un resquicio entre la bruma, apareció la cima, el macizo volcánico con su picacho característico, cuyas nieves, en algún momento, se creyeron eternas, y que ahora se ansían año con año. El Nevado de Colima, coloso de nuestro Sur, gigante rocoso del valle de Zapotlán, punto final o punto de partida de la aridez grande de la Laguna de Sayula. Azotea del estado, cuya cima, con suerte, es visible desde muchas esquinas, pueblos y regiones -desde el océano incluso-, pues con sus 4 mil 240 metros sobre el nivel del mar, es la montaña más alta de Jalisco, y la séptima en cuanto altura en México. Cúspide que muchos intentan conquistar, a veces con éxito, otras no tanto, por ese afán extraño del humano de probarse a sí mismo, por curar las heridas recientes de un corazón roto, por alguna crisis de mediana, tardía o temprana edad, por el impulso arrogante de desafiar a la naturaleza, o tal vez, simplemente, por el mero gusto de sentirse un poco más cerca de las nubes, ver el mundo desde las alturas, y saberse minúsculo. En todo caso, no es tarea fácil. Es la alta montaña, sometida a las veleidades del clima, vientos caprichosos, y un calor contradictorio en medio de las alturas gélidas que acalambran las manos y resquebrajan los labios como cáscaras.El Nevado de Colima, si el tráfico del sur lo permite, se encuentra a unas dos horas de distancia aproximadas de Guadalajara. Si el firmamento lo permite, también, el coloso aparece de pronto coronando las distancias de la carretera siempre recta, un cúmulo vertical de pinos, formaciones rocosas, madera, verdor y bruma. Para llegar al Parque Nacional se requiere otra hora de manejo por la carretera estatal El Grullo-Ciudad Guzmán, por un camino difícil de terracería, cráteres temibles y curvas despedradas entre árboles enormes y plantaciones intransigentes de aguacate a pesar del decreto de Área Natural Protegida. El mundo, durante el ascenso, va cambiando poco a poco, con el aroma de la humedad siempre presente, la maleza verde serpenteando entre los pinos, y la posibilidad de ver cuervos, conejos, correcaminos, e incluso venados. Es un mar de vida. Es la riqueza de las alturas de Jalisco, donde coexisten tres ecosistemas, el pastizal alpino, el bosque de oyamel y el bosque de altura. Y, al final del sendero sinuoso, una caseta indica el final y el principio del recorrido: el Parque Nacional Nevado de Colima con sus laderas boscosas, sus praderas de flores amarillas, sus pinares despeinados por el silencio azul, y su cima portentosa, epicentro de las nubes, y cúspide de Jalisco. Desde la carretera no era más que un pico recóndito; frente a frente, el picacho es una muralla de piedra, un atlante gigantesco; cima a la que, con suerte, se habría de llegar. El Parque Nacional Nevado de Colima se creó por medio de un decreto presidencial del entonces presidente Lázaro Cárdenas, en septiembre de 1936. Comprende una superficie de más de 6 mil hectáreas desperdigadas entre los límites de Jalisco y Colima, en el sistema montañoso denominado Complejo Volcánico de Colima, que incluye al Nevado, y al activo Volcán de Fuego que de tanto en tanto escupe fumarolas ardientes.El Parque Nacional, por su altura, por su ubicación, por su humedad, y por los vientos que recibe de la mar no tan distante, resguarda ecosistemas y especies únicas en su tierra de origen volcánico, su tipografía atravesada de accidentes, y su “aislamiento geográfico” respecto a otras cimas montañosas. Dentro del Área Natural se han identificado 124 especies de mamíferos, y cerca de 117 especies de aves, además de especies endémicas -es decir, que no habitan en ninguna otra parte del mundo-, con sus respectivas amenazas, porque si de algo nos destacamos los humanos, es en no saber cuidar. Dentro del Parque Nacional es posible acampar, pasar días de campo; hay miradores -aunque cualquier punto del parque es un monumento a lo escénico-, pero el objetivo, no obstante, era la cumbre. Siendo uno de los pocos lugares del Occidente de México para practicar las artes ingratas del montañismo, el Picacho del Nevado de Colima atrae, y con razón, a incontables senderistas, montañistas, y un número incalculable de descorazonados con los romances rotos. Hay múltiples maneras de llegar a la cima, rutas y atajos. Se requiere paciencia, buena respiración, buenas botas, buen talante para proseguir cuando la altura comienza a hacer estragos, y sobre todo, buenas rodillas. Dependiendo de la ruta, del paso y del entusiasmo, el ascenso puede tomar hasta cuatro horas, más las respectivas horas de regreso. Las rutas más populares parten a través del campamento “La joya”, o a través de “El Fresnito”, por las antenas que encaran al Volcán de Fuego, y que constantemente lo están monitoreando en sus fumarolas impredecibles. Sea cual sea la ruta, el ascenso es una experiencia escénica, con vistas de barrancos, praderas y pastizales, pinares entre cuyas copas graznan los cuervos, riachuelos minúsculos que confluyen entre flores, troncos secos y barrancos tapizados de musgo, cementerios de árboles derribados por el fango y por las lluvias torrenciales. Mientras más arriba se está, un retrato del horizonte, Jalisco como una maqueta, minúsculo, todo lo que somos desde una perspectiva cartográfica, como las líneas de un mapa. Metro a metro ascendido, el ecosistema va cambiando. Los bosques sombríos de aroma penetrante y saturados de verdor y de flores, pronto se convierten en arenales rocosos, en extensiones de rocas y de piedras donde brotan los musgos y los zacatales tenaces. Los árboles son sustituidos por esa especie de desierto extraño a más de dos mil metros de altura, arena proveniente de las erupciones volcánicas acontecidas hace miles de años. La gente, sometida al encanto de las arenas inusuales, se desliza pendiente abajo, resbalando por la tierra desmenuzada, como una manera de surfear entre las nubes que van rizándose sobre el firmamento, y que de tanto en tanto lo oscurecen todo. El Picacho, inmenso desde donde se le vea, se convierte en una muralla de piedra entre el follaje de la bruma, una pared sin término, una fortaleza rocosa que empequeñece y hace titubear al corazón. Pocas veces puede verse algo semejante en Jalisco -tal vez sea el único lugar aquí en el que uno se pueda sentir así-, la imagen de lo gigantesco, de lo imposible, de las formaciones de la tierra y lo que ha esculpido el tiempo: la cima de nuestro estado. En el camino aparecen entonces las cruces a la memoria de quienes se marcharon de este mundo en el intento de alcanzar las nubes. Es cuando se comprende que se está en la alta montaña, sin señales ni redes telefónicas, a merced del viento y a un mal paso del abismo, pero con el corazón decidido a conquistar lo indescifrable. Las últimas dos horas son extenuantes, ya cuando se siente que el cuerpo no tolerará un metro más y que el oxígeno se aferra en cada suspiro. Aquel día, un cambio imprevisto en el viento volcó las nubes hacia la cima, de modo que el horizonte quedó invisibilizado, y alrededor no fue visible otra cosa más que la forma misteriosa de la cima, algo indefinido, tan cercano como imposible, casi siniestro, que no terminaba de materializarse entre ese laberinto de nubes. Una masa negra, ajena a la lógica y al lenguaje mismo, hasta que un resquicio entre la niebla apareció el objetivo, la cruz de herrería con una bandera atada, agitándose al viento, y el letrero de madera que no le hace justicia a lo que es: “Volcán Nevado de Colima 4260 MSNM”. En primera instancia, no fue posible mirar el panorama circundante debido a los muros de bruma. Nada más que la cruz, un monumento humano, una huella de nuestro tránsito por el mundo, con calcomanías, palabras de amor de parejas cuyos romances quizá ya están concluidos, mensajes de ánimo, memorias recordando a ese amigo que se fue hace mucho; la propia marca dejada que dentro de no mucho quedará oculta por el entusiasmo de otro que también se sentirá feliz por estar más cerca del cielo. Allá arriba uno se siente empequeñecido; algunos lloraban, tal vez de triunfo, de paz, de consuelo o de perdón. Una joven ató una pulsera en la cruz, con lágrimas en los ojos, y luego se perdió, caminando entre las nubes. Bien dicen los sabios que todo de lo que huyes está contigo a donde vayas. Al cabo de un rato, los vientos respondieron a las súplicas de los presentes en la cumbre del estado, y entonces el horizonte comenzó a despejarse, y apareció el mundo. El coloso del Volcán de Fuego, a tan solo cinco kilómetros de distancia en línea recta del Nevado, un amasijo de cenizas, rocas y fuego, de lava petrificada, con su cráter como una garganta a las profundidades de la tierra, se asomó entre las nubes. Es uno de los volcanes más activos de México, con más de cuarenta eventos en cinco siglos, venerado y temido por igual por el carácter intempestivo de sus entrañas, y que aquel día parecía un gigante manso, dormido, con su cima asomada por encima de los nubarrones. Jalisco apareció más que nunca como una maqueta, un croquis; Ciudad Guzmán, los páramos enormes de la laguna seca de Sayula, las carreteras como raíces que se entrelazan por doquier, las ondulaciones verdes de la Sierra del Tigre, las cumbres de Manantlán, atisbos de Colima. De la Zona Metropolitana de Guadalajara, tan solo es visible el Cerro Viejo, el tercero más alto de nuestro estado, muralla de Tlajomulco, perteneciente a la Sierra de San Juan Cosalá. Por doquier, parcelas y parcelas de berries, planicies de aguacates y otros males emblanqueciendo la tierra con sus praderas de aluminio ardiente. Dicen los que saben que, cuando las condiciones climatológicas lo permiten, es posible encontrar al otro lado del cielo la línea del Pacífico: el mar, desde las costas de Manzanillo. Aquel día, no obstante, el único mar visible fue el de las nubes. Allá arriba, el silencio. El soplido del viento, la quietud de los pensamientos, la certeza de que el mundo es grande, y los ojos -o más bien nosotros- muy pequeños. La tregua del clima fue breve. Pronto regresaron las nubes en oleajes y marejadas de brumas, rizos de vapor, pinceladas de niebla, y la cima quedó cubierta. Desapareció el mundo. La cúspide de Jalisco, la azotea nuestra, el punto más alto de nuestro estado, se convirtió en un páramo gris, un territorio desdibujado, un yermo de la neblina. La cruz fue pronto una silueta, una posibilidad vaga, y luego nada. Las horas y el día reclamaron el regreso, volvieron la presencia nuestra inoportuna, y el viento se volvió un aullido. Entonces inició el descenso.LO BÁSICOEl Nevado de Colima, con sus 4 mil 260 metros de altura, es uno de los destinos más espectaculares para el montañismo en México. Ubicado entre Jalisco y Colima, su cima regala paisajes únicos, sobre todo en temporada invernal cuando la nieve cubre sus laderas. Alcanzar la cumbre no es un paseo sencillo: exige preparación física, buen equipo y respeto por la montaña.Condición física: Para intentar la cumbre se recomienda tener una buena resistencia cardiovascular. Avanzar a un ritmo constante, hacer pausas y evitar subir demasiado rápido ayuda a prevenir malestares.Equipo esencial: El ascenso requiere ropa en capas: camiseta térmica, abrigo intermedio y chamarra impermeable. Es indispensable usar botas de montaña, pantalón resistente al frío, guantes, gorro, lentes oscuros y protector solar.Alimentación e hidratación: Lo ideal es cargar alimentos ligeros y de alto valor energético: frutos secos, chocolate, barras de cereal, avena instantánea. El cuerpo se desgasta más en altura y con frío, por lo que es clave hidratarse constantemente, aunque no se sienta sed.Guías y rutas: El Nevado cuenta con rutas de diferente dificultad. Aunque muchos suben por cuenta propia, lo más recomendable es contratar un guía local autorizado, ya que conoce las condiciones del terreno, el clima y las zonas de acampada. Ellos también ayudan a gestionar permisos y a mantener la seguridad durante el trayecto.