Jueves, 25 de Abril 2024

Se llenaron todos del Espíritu Santo

Si Babel dispersó, en este solemne día la Iglesia congregó, unió en una sola confesión de fe
 

Por: El Informador

“Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”. ESPECIAL

“Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”. ESPECIAL

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Hechos de los Apóstoles 2, 1-11

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar, se llenaron todos de Espíritu Santo”.

SEGUNDA LECTURA

Primera carta de san Pablo a los Corintios 12, 3b-7.12-13

“Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”.

EVANGELIO

San Juan 20, 19-23

“Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos”.

Se llenaron todos del Espíritu Santo

Obedientes, esperaron. “El Espíritu Santo vendrá sobre ustedes”. Así les prometió el Señor Jesús antes de ascender a los cielos, y ellos, unidos y en oración esperaron el cumplimiento de la promesa. Llegó la hora. “De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando llega un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban”.

Ese fue el aviso, esa fue la señal de que el Espíritu Santo -Dios igual al Padre y al Hijo, poderoso, infinito- descendería sobre ellos, para ellos. El Hijo bajó al seno de una doncella, de María, para dar la vida a la humanidad; el Espíritu Santo desciende para continuar en los hombres la obra de salvación, de santificación, iniciada por el Padre que envió a su único Hijo; ahora el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo.

Y así se manifestó: “Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se posaron sobre ellos” Viento y fuego. Primero el oído: oyeron el viento impetuoso; luego la vista: las lenguas de fuego sobre las cabezas. Era la fuerza sobrenatural que sacudió la casa; luego el fuego -una luz que ellos no podrían apagar-, dos símbolos frecuentes en el lenguaje del pueblo de Israel, en este solemne momento: el poder de Dios, la luz de Dios.

A la distancia de veinte siglos se puede entender la fuerza interior, la luz, el impulso, el vigor en cada uno de los miembros de ese pequeño grupo, para la empresa -no grande, sino enorme- que les esperaba: llevar la Buena Nueva a todos los hombres y bautizarlos, para que el que crea y se bautice, se salve.

Jerusalén estaba de fiesta. Se celebraba, como todos los años, el principio de la siega del trigo, fiesta de origen cananeo. Para participar en esa alegría estaban presentes medos, partos, elamitas, otros venidos de Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto; de la zona de Libia que limita con Cirene; de Roma, Creta y Arabia.

Elegida fue esa fiesta para punto de arranque al Reino Universal, a la Iglesia que nacía católica -universal-, en la que habrían de caber hombres de toda raza, cultura, lengua y condición.

Si Babel dispersó, en este solemne día la Iglesia congregó, unió en una sola confesión de fe; como ahora una sola fe une a las ovejas de un solo rebaño con el pasto; invisible, que es Cristo, y su vicario visible Francisco.

La obra era de Dios. El Espíritu Santo puso en las bocas de aquellos hombres las palabras oportunas y eficaces. Desde ese momento ellos comprendieron que eran sólo instrumentos mensajeros, heraldos del gran Rey, y deberían cuidarse de caer en arrogancia, en soberbia, ni sentir la obra como empresa propia, sino que eran trabajadores en la viña del Señor.

Elocuente lección para que todos los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, siempre y en todas partes, con humildad y gratitud ejerzan su apostolado como servidores del pueblo de Dios.

Alguien, acertadamente, ha comparado la acción del Espíritu Santo en las almas con la llegada de una lluvia benéfica a un sembradío que se extinguía por largos días de calor y sequía. En verdes diversos se manifestó la vida, brotaron flores de hermosos colores, precursoras de próximos frutos.

San Pablo explica en la primera carta a los Corintios (12, 3, 7) el misterio de la vida interior de la Iglesia con la presencia del Espíritu, y su manifestación en su unidad, porque uno solo es el Espíritu en la diversidad de carismas. Esta palabra, carisma, integrada en el vocabulario eclesial, significa don de gracia, o gracia gratuita, así en pleonasmo, para indicar su carácter de don, de regalo. “A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro, la palabra de ciencia, según el Espíritu; a otro, la fe, a otro, el don de curaciones en el mismo Espíritu; a otro, obras milagrosas; a otro, profecía; a otro, discreción de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, interpretación de lenguas”.

La historia de la Iglesia es continuación de Pentecostés. No sólo en aquel inicio fresco y fervoroso de los primeros años, sino en cada siglo, en cada año, en cada día, ha actuado el Espíritu.

José Rosario Ramírez M.

Fuego

Desde la elección de Abraham el signo del fuego resplandece en la historia de las relaciones de Dios con su pueblo. Esta revelación bíblica no tiene la menor relación con las filosofías de la naturaleza o con las religiones que divinizan el fuego.

Sin duda Israel comparte con todos los pueblos antiguos la teoría de los cuatro elementos; pero en su religión el fuego tiene sólo valor de signo, que hay que superar para hallar a Dios.

En efecto, cuando Yahveh se manifiesta en forma de fuego, ocurre esto siempre en el transcurso de un diálogo personal; por otra parte, este fuego no es el único símbolo que sirve para traducir la esencia de la divinidad: o bien se halla asociado con símbolos contrarios, como el soplo o hálito, el agua o el viento, o bien se transforma en luz.

La Iglesia desde sus inicios vive de este fuego que abrasa el mundo gracias al sacrificio de Cristo. Este fuego ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús mientras oían hablar al resucitado. Descendió sobre los apóstoles reunidos en Pentecostés. Este fuego del cielo no es el del juicio, es el de la manifestación de Dios, el fuego simboliza ahora el Espíritu, el relato de Pentecostés muestra que tiene como misión la de transformar a los que han de propagar a través de todas las naciones el mismo lenguaje, el del Espíritu.

Para los que han recibido el fuego del Espíritu, la distancia entre el hombre y Dios es superada por Dios mismo, que se ha interiorizado perfectamente en el hombre; quizá sea éste el sentido de la palabra enigmática: uno se vuelve fiel cuando ha sido “salado al fuego”, al fuego del juicio y al del Espíritu. Según esta expresión atribuida por Orígenes a Jesús: “Quien está cerca de mí está cerca del fuego; quien está lejos de mí está lejos del reino”.

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