Viernes, 19 de Abril 2024

Luz que alumbra a las naciones

Jesús no ha venido solamente a salvar al pueblo de Israel, sino a todos los hombres

Por: El Informador

En Simeón moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. ESPECIAL/«Simeón con Jesús en brazos», de Alexey Yegorov/Wikipedia

En Simeón moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. ESPECIAL/«Simeón con Jesús en brazos», de Alexey Yegorov/Wikipedia

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA:

Mal. 3, 1-4.

«Esto dice el Señor: "He aquí que yo envío a mi mensajero. Él preparará el camino delante de mí. De improviso entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan, el mensajero de la alianza a quien ustedes desean. Miren: Ya va entrando, dice el Señor de los ejércitos.

¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será como fuego de fundición, como la lejía de los lavanderos. Se sentará como un fundidor que refina la plata; como a la plata y al oro, refinará a los hijos de Leví y así podrán ellos ofrecer, como es debido, las ofrendas al Señor. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos”.»

SEGUNDA LECTURA:

Heb. 2, 14-18.

“Hermanos: Todos los hijos de una familia tienen la misma sangre; por eso, Jesús quiso ser de nuestra misma sangre, para destruir con su muerte al diablo, que mediante la muerte, dominaba a los hombres, y para liberar a aquellos que, por temor a la muerte, vivían como esclavos toda su vida.

Pues como bien saben, Jesús no vino a ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham; por eso tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con ellos y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo. Como él mismo fue probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba.”.

EVANGELIO:

Lc. 2, 22-40.

«Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:

“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo,
según lo que me habías prometido,
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
al que has preparado para bien de todos los pueblos;
luz que alumbra a las naciones

y gloria de tu pueblo, Israel”».

Luz que alumbra a las naciones

Caminando ya en el cuarto domingo del tiempo ordinario, la liturgia nos invita a contemplar, en la figura de Cristo, la Luz que el Padre ha enviado para iluminar a todas las naciones. Litúrgicamente, esta fiesta, en sus orígenes, recibía el nombre de la purificación de María, por ahí del siglo IV. Y no fue sino hasta la reforma litúrgica entre los años de 1960 y 1969, cuando recibe el nombre de la presentación del Señor. El motivo de estos títulos para designar la fiesta se encuentra justificado en la narración evangélica de San Lucas que hemos escuchado en este domingo. José, María y Jesús acuden a Jerusalén a cumplir con lo pre-escrito en la ley de Moisés: la purificación de aquella mujer que ha dado a luz, y la presentación del primogénito. Más que narrar el evangelio de este domingo, me gustaría centrar la atención en el profeta y sus palabras.

Simeón, encarna la expectativa mesiánica del pueblo israelita, bajo la inspiración del Espíritu Santo llama a Jesús salvador, luz de las naciones y gloria de Israel. Jesús no ha venido solamente a salvar al pueblo de Israel, sino a todos los hombres. Ha venido a manifestar su gloria a todas las naciones. El cristiano participa de esa luz. El día en que somos bautizados, por medio de nuestros papás y padrinos, Dios nos sugiere la presencia de su Hijo a través del signo de la Luz; en los primeros años de vida, será tarea de papás y padrinos mantener encendida la Luz de Cristo en nuestro corazón mediante su testimonio y su vivencia de la fe cristiana en los sacramentos. Ya en etapa adulta, cada uno se vuelve responsable por avivar la llama de Jesús en la mecha de nuestro corazón. De impedir que el pecado sople y apague la luz de nuestra fe. De mantenernos cerca del calor de esa Llama, para que el frío de la indiferencia no se haga presente en nuestra vida.

El escenario donde Jesús es reconocido por el profeta Simeón es el templo de Jerusalén. Es el centro de la vida religiosa del Israel. Esto nos da pie a pensar en el tumulto en el que José, María y el niño se encuentran. En medio de tanto ruido, tanta gente, tantas distracciones, un anciano les reconoce. Dichoso este anciano a quien el paso de los años, en vez de apagar su pupila, le dio una visión más aguda y penetrante para ver en aquella oblación, que parecía tan rutinaria como una de tantas, a una pareja distinta y a un niño sin par, el Mesías de Dios. Solo un anciano, es decir, un hombre que ha alcanzado la sabiduría del corazón, es capaz de reconocer la Luz, la Gloria, la Salvación. Dios nos conceda a todos la gracia de este anciano, que podamos reconocer a Jesús en medio de tantos ruidos, distracciones, seducciones y atracciones que pueden impedir este encuentro.

Fiesta de la Candelaria

“Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo” (Lc 2, 32), dice el cántico del anciano Simeón cuando se encuentra con Jesús en brazos de María el día de su presentación ante el Señor en el templo de Jerusalén. Y luego le dice a María: “Él será una señal que muchos rechazarán a fin de que los corazones queden al descubierto … y todo esto será para ti como una espada que atravesará tu propio corazón” (Lc 2, 35-36). En estas pocas líneas se nos dibuja el panorama de nuestra propia historia humana enfrentada a la inmensa luz del misterioso y apasionado amor de Dios, ante la que quedan al descubierto los oscuros rincones de nuestro corazón.

Se nos ha dado la luz que ha de guiar el navío de los pueblos y de las naciones en la vida de un hombre, Jesús de Nazaret; pero esa luz también nos ha descubierto y ha revelado nuestro fondo, oscuro, más que una noche sin estrellas, mortífero, que destila soberbia y ambición sin límites. Y esto también, paradójicamente, atraviesa de dolor nuestro propio humano corazón. Nos duele y nos desgarra la impotencia ante tanta muerte alrededor. Más tardamos en sanar unas heridas, cuando ya aparecen, como pústulas infecciosas descontroladas, otras y otras más.

El viernes pasado ha terminado en el ITESO el Foro de reflexión y propuestas sobre la desaparición de personas en nuestro Estado de Jalisco. Es nuestra fingida humanidad puesta de nuevo al descubierto. Y también conmovedor el ver y el saber de tantos corazones atravesados, como el de María, de madres, padres, hermanos y hermanas de un dolor tan hondo, y tan impotente. Pero las velas se encienden, la procesión continúa, llevando en las manos esa llama tenue y, no obstante, luminosa e inmortal, de nuestra esperanza en Aquél que primero nos amó.

Héctor Garza Saldívar, SJ - ITESO

Proclamación de la nueva ley

Fue un día solemne en la vida pública de Cristo la proclamación de la nueva ley, el Nuevo Testamento, en el Sermón de la Montaña.

Sentado Jesús ante quienes atentos esperaban su enseñanza, solemnemente empezó: “Bienaventurados...”.

“Bienaventurados, felices, dichosos”. La proclamación es un discurso de felicidad. El hombre desde siempre es un insaciable buscador de felicidad, de bienestar.

Mas, ¿quiénes son, a juicio de Cristo, los verdaderamente felices? El Señor presenta un completo programa de vida para quien busca la verdadera felicidad:

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Pobres de espíritu son los verdaderos sabios, agradecidos por los bienes espirituales, psicológicos, intelectuales y aún materiales con que Dios los a enriquecido pero conscientes de que todo en su calidad de préstamo no apegan su corazón a esos bienes, pueden tenerlos o no tenerlos; la verdadera pobreza es interior, espiritual.

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”. Es virtud, es una de las múltiples facetas de la caridad; es la mirada amplia y amorosa para entender y vivir los acontecimientos, y comprender al hombre y a sus semejantes.

“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”. Aquí es la virtud de la esperanza del consuelo al que vive con problemas, trabajos y aflicciones, porque peregrina entre penas.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. El justo agrada a Dios.

“Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”. La misericordia es un peldaño más arriba de la justicia.

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Es otra etapa en el camino de la perfección interior.

“Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Subir más alto todavía. “La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, la doy yo” (Juan 14, 27).

José Rosario Ramírez M.

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