Viernes, 19 de Abril 2024

Las científicas que impulsaron los viajes al espacio

Las mujeres, más las matemáticas, dieron por resultado un hombre en la Luna y toda una revolución en la ciencia y tecnología

Por: Nathalia Holt

Las científicas que impulsaron los viajes al espacio

Las científicas que impulsaron los viajes al espacio

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Arriba, arriba... y se fue
El primer sonido que escuchó fue un gruñido de tono grave. Y después la explosión. Entonces sonó, tan fuerte como una tormenta eléctrica, el rechinido de metal contra metal, al ser triturado. Barbara Canright dio una vuelta para ver una pieza de acero torcido del tamaño de un automóvil, que se balanceaba peligrosamente en el techo del edificio donde ella estaba. Con la mirada fija en el accidente que parecía inminente, los segundos transcurrieron con lentitud mientras ella, paralizada, permanecía de pie. Casi desbordada por un terror repentino, se apuró a salir del lugar; sus tacones resonaban en los caminos de ladrillo rojo del campus del California Institute of Technology, Caltech. Rostros borrosos la rodeaban, todos mirando boquiabiertos la escena, sin estar seguros de qué era lo que presenciaban. Pero Barbara, conocida por todos como Barby, sabía qué era lo que había caído del cielo.

Desde una distancia prudente, observaba cómo los trozos de metal deformes llovían en la acera. Uno tras otro, una plataforma, un motor cohete y un péndulo cayeron hacia su destino fatal. El equipo científico hecho en casa aterrizó en un montón en lo que parecería poco más que basura para cualquiera que lo viera. Pero Barby podía calcular su valor. Ahogó un grito cuando un fragmento del edificio cayó al suelo después de la basura, y los ladrillos se rompieron hasta hacerse polvo. Cuando el polvo se asentó, el campus estaba sumergido en un silencio imposible. Mientras Barby se alejaba de la escena, los estudiantes susurraban a su alrededor; era como si después de tanto ruido, dudaban en aumentar un decibel.

Barby a menudo comía con su esposo. Se zafaba los grilletes de lamáquina de escribir y atravesaba el campus a pie, tomando el aire fresco y el sol del sur de California. Pero este día de marzo de 1939 estaba extrañamente nublado, como un presagio para los experimentos que llevaría a cabo un equipo de hombres conocido como el Suicide Squad [Escuadrón Suicida].

El grupo atraía la atención de la gente como un circo atrae a una multitud, por sus escenas peligrosas y un excéntrico atractivo. Todo empezó con tres hombres jóvenes: Frank Malina, Jack Parsons y Ed Forman. Casi nadie los consideraba científicos. Tal vez porque solo Frank era estudiante en la universidad. Era difícil adivinar su edad para quien lo viera por primera vez. Tenía la exuberancia de un niño pero el cabello escaso de un hombre maduro. A pesar de las entradas crecientes en su frente, tenía 26 años, la misma edad que Ed, y compartía cumpleaños con Jack, que era solo dos años menor. Juntos, sorteaban la cohetería con la bravuconería de la juventud.

Ed y Jack habían sido mejores amigos desde que iban a la secundaria Washington Junior, en Pasadena. Jack era el químico del trío. Creció en la elegante zona llamada Millionaire’s Mile, en Pasadena, con la expectativa de ir a la universidad, a pesar de su mal desempeño en la escuela. Pero la Gran Depresión cambió su destino y dejó a su familia en la ruina así como sus proyectos de carrera. Ed, por otro lado, era de origen humilde. Sus antecedentes en una familia trabajadora en Pasadena le brindaron experiencia en armar cosas. Como maquinista del grupo, logró que el modesto equipo que tenían llegara lejos. Ambos estaban vinculados por el amor a la ciencia ficción y a los cohetes. Fue esta pasión la que los condujo hacia Frank.

Para Barby y su esposo, Richard, el grupo no tenía ningún misterio; eran sus amigos, nada más. Se habían conocido en el campus de Caltech, donde el Suicide Squad, a pesar del estatus que tenían dos de sus miembros de no ser estudiantes, pasaba todo su tiempo libre jugueteando con cohetes. Al sentarse alrededor de la mesa de mimbre y cristal del patio de los Canright, su imaginación se disparaba hacia la noche avanzada, con la luna como único testigo de las horas que transcurrían en su ascenso por el cielo. La luna de California era increíblemente grande. Barby nunca había visto una así en su casa en Ohio, donde en las cálidas noches de verano, todos se escondían tras los porches con mosquitero para resguardarse de los mosquitos que llegaban con el crepúsculo.

En el pueblito perdido de Pasadena, Barby, Richard y los miembros del Suicide Squad tenían una visión clara de las estrellas desde sus patios. Desde la Gran Depresión, había comenzado a disminuir el número de negocios que había y se redujo 52% en la siguiente década. Pero un beneficio de la economía lenta era que había menos contaminación de luz en el cielo nocturno, lo que dejaba frente a ellos un lienzo negro y aterciopelado para sus planes con miras estelares. Los amigos discutían sobre aviones, y Barby encontraba la conversación contagiosa. Con la ingenuidad de sus 19, el vuelo espacial le parecía una meta asequible. Hablaban de todo, desde el combustible hasta de los estabilizadores.

Los hombres del Suicide Squad eran soñadores, pero también problemáticos. El año anterior habían intentado mover un cilindro de dióxido de nitrógeno desde el exterior del edificio de química. La válvula de pronto se atascó y resultó en una fuente de gas líquido tóxico. Durante semanas, la mancha de pasto color café del jardín del campus irritaba a los jardineros pero hacía sonreír a Barby cada vez que pasaba junto a ella en su camino al trabajo. Por desgracia, el siguiente experimento no fue tan gracioso.

El grupo estaba intentando probar una mezcla peculiar (dióxido de nitrógeno con alcohol de madera), para ver cómo esa combinación podría impulsar un motor cohete. Barby estaba aterrada. Gracias a su gran habilidad para la química en la preparatoria, sabía lo peligroso que era el dióxido de nitrógeno. Inhalar el gas es mortal. Mezclarlo con alcohol barato y luego prenderle fuego era suicida. Barby sacudió la cabeza; los hombres se estaban ganando a pulso su sobrenombre.

Llevaron la peligrosa mezcla y la vertieron en el motor de un cohete pequeño. Después ataron una cuerda de 15 m al motor cohete, que se balanceaba en el extremo, y colgaron este péndulo en el cubo de la escalera desde el último piso del Guggenheim Aeronautical Laboratory [Laboratorio de Aeronáutica Guggenheim], hacia el sótano, como un columpio gigante. La fuerza con que se balanceara el péndulo se traduciría en cuán alto podría volar un cohete algún día. Pero no tuvo muy buen resultado. La primera vez que intentaron el experimento, la máquina no arrancó y saturó el edificio con una nube de gas tóxico. Esto provocó que toda superficie de metal que tocó el gas se oxidara y manchó todas las superficies pulidas. El edificio alojaba un túnel de viento nuevo, muy costoso, que era el de mayor tamaño en el mundo, y lo que alguna vez fue en él metal brillante, se cubrió de inmediato de manchas de color naranja y café. Parecía que el túnel de viento había tenido sarampión. El accidente les había ganado a los hombres el apodo de Suicide Squad, sobrenombre que no auguraba nada bueno.

Al grupo le preocupaba que su futuro en Caltech se hubiera arruinado como el túnel de viento oxidado. Aunque Ed y Jack no eran estudiantes, su futuro en la cohetería estaba forzosamente ligado a la universidad. Así que fue una agradable sorpresa cuando supieron que podían continuar con sus experimentos; solo debían hacerlos afuera. Utilizando una plataforma metálica unida a uno de los costados del edificio, elevaron su péndulo de motor cohete y lo colgaron con gran cuidado al lado de la plataforma. Cuando Barby volteó a ver la explosión hacia arriba esa tarde de marzo, lo que estaba viendo era cómo se rompía en pedazos la plataforma que cargaba todo el equipo. Podría haber sido peor, Frank podría haber muerto. A última hora, lo habían llamado a otro lugar, lejos del experimento, para entregar una máquina de escribir en la casa de su asesor, mientras que Ed y Jack continuaban solos. Al regresar al campus, encontró una pieza del manómetro enterrada en la viga, justo donde habría estado su cabeza.

Este accidente, a plena vista del alumnado, trajo renombre al Suicide Squad, aunque esa notoriedad no era la que deseaban. Barby y Richard se burlaban del grupo sin piedad. Así como era fácil bromear sobre el accidente, Richard estaba en verdad agradecido porque Barby no hubiera estado cerca de la plataforma cuando esta se desplomó.

Richard y Barby aún se amaban como si estuvieran recién casados; los años no habían entibiado todavía su relación. Peleaban y se reconciliaban, las lágrimas y las risas iban juntas. Habían celebrado su tierno matrimonio juvenil mudándose desde Ohio hasta el sur de California. Richard tenía 21 años. Barby era dos años menor y todos la miraban en el campus para varones de Caltech. Con su cabello oscuro, rizado a la altura de los hombros, ojos color café oscuro, su pequeño cuerpo femenino era el retrato de una muchacha saludable del Medioeste de Estados Unidos. Tenía la clase de trabajo que se esperaría que tuviera. Trabajaba como mecanógrafa y pasaba sus días pulsando teclas; y a la par, acomodaba en su horario las clases que tomaba en el Occidental College en Los Ángeles. Era increíblemente inteligente; en preparatoria había tomado cursos de matemáticas avanzadas y química; muchas veces era la única mujer en esos cursos rigurosos. Y mientras se esforzaba en la escuela, no imaginaba que el trabajo que realizaba en los cursos alguna vez influiría en su futuro. Tomaba las clases porque las disfrutaba y hablaba de las matemáticas con amor. A pesar de su fascinación adolescente, estaba limitada por haber nacido mujer. Ninguna de las opciones que tenía frente a ella (maestra, enfermera, secretaria) le parecía del todo atractiva. Y cualquier carrera que eligiera podría tener un encanto pasajero. Ahora que estaba casada, sus días de trabajo durarían solo el tiempo en que ella y Richard no tuvieran hijos. La maternidad, la profesión para la que había sido formada, se cernía sobre ella como una amenaza.

Fragmento del libro “Las mujeres de la NASA” de Nathalia Holt (Paidós), © 2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

SINOPSIS

En el Laboratorio de Retropropulsión creado durante la Segunda Guerra Mundial para que los Estados Unidos iniciaran su carrera espacial, se necesitaban matemáticos con una agilidad mental excepcional. Fue entonces cuando reclutaron a un grupo de élite: 16 mujeres jóvenes, verdaderas computadoras humanas, que con solo lápiz y papel transformaron el diseño de los cohetes gracias a su extraordinaria habilidad.

Cuando el Laboratorio comenzó a ser parte de una nueva agencia llamada NASA, las científicas adscritas al proyecto trabajaron en las primeras sondas espaciales dirigidas a la Luna, Venus y Marte. Y en el momento en que las computadoras digitales comenzaron a remplazar a las computadoras humanas, estas 16 mujeres se convirtieron en las primeras programadoras e ingenieras que hicieron posible lanzar las naves que llegarían a mostrarnos los contornos de nuestro sistema solar.

Nathalia Holt narra por primera vez la historia de este grupo de científicas que definieron el futuro de la exploración espacial, y rescata del anonimato a las mujeres de ciencia que trabajaron para lograrlo.

 

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