Sábado, 20 de Abril 2024

Momento destituyente

La falta de credibilidad de las instituciones le concede al Presidente margen de maniobra  para deshacerse de lo que sea

Por: Enrique Toussaint

Momento destituyente

Momento destituyente

México vive una coyuntura política en donde el Presidente es altamente popular y las instituciones son muy impopulares. Y Andrés Manuel López Obrador lo sabe: puede despotricar contra cualquier institución y no habrá una gran resistencia popular. Nadie saldrá a manifestarse por el Instituto Nacional Electoral, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el Banco de México o el Comité Regulador de Energía. El aprecio social por las instituciones, esas que cimentaron la transición a la democracia desde los noventa, se encuentra por los suelos. No hay quien las defienda.

Los órganos constitucionalmente autónomos saltaron al centro del ring político. López Obrador cargó contra la Comisión Reguladora de Energía y, de paso, dijo que las instituciones autónomas no han cumplido su función. Es cierto que muchas de ellas son obesas, atravesadas por las cuotas partidistas y que necesitan reformas profundas. No están exentas de corrupción y privilegios tolerados por muchos años. Es cierto que hace tiempo se alejaron de la ciudadanía y comenzaron a responder más a la lógica de reproducción de su propia burocracia.

Sin embargo, es mentira sostener que no han funcionado para nada. Los derechos políticos, las libertades y la estabilidad económica son mucho mayores que en los noventas cuando comenzaron las legislaciones para dotar de autonomía a distintos sectores de la administración pública. La victoria de Andrés Manuel López Obrador en las urnas es también prueba de ello.

Vamos a hacer un contrafactual: ¿qué pasaría si no hubieran existido los órganos autónomos? ¿Hubiera existido alternancia -PAN, PRI, Morena- sin un IFE autónomo? ¿Hubiera sido posible con las elecciones organizadas desde Gobernación? ¿No sería más sencillo hacer un fraude desde SEGOB? Sin instituciones autónomas de transparencia y protección de datos personales, ¿tendríamos el acceso a la información que tenemos hoy? Sin comisiones de Derechos Humanos, ¿tendríamos la misma observancia de los derechos fundamentales en el país? ¿Hubiera sido posible la reforma de 2011 en materia de Derechos Humanos? Sin el Banco de México, ¿tendríamos una economía con inflación baja y estabilidad? ¿No tenemos más y mejor información con la autonomía de la que goza el INEGI? ¿No son más confiables sus datos si la información se construye externamente al Ejecutivo?

Es innegable que todavía hace falta mucho para garantizar la plenitud de los derechos políticos y las libertades ciudadanas en México, pero decir que no se avanzó nada a través de la autonomía institucional, es caer en un cortoplacismo injustificable. Dichas instituciones, por errores y excesos, están siendo señaladas por una parte de la ciudadanía, pero es un grave error tirar el agua sucia con el niño adentro.

Porque, ¿qué nos garantiza que las instituciones que surjan de la erosión de las previas serán democráticas, plurales y representativas? ¿Debemos confiar ciegamente en la palabra del Presidente? Cualquier Gobierno tiene la tentación de utilizar sus mayorías para hacer borrón y cuenta nueva con el pasado. Si la oposición se fragmenta, aunque sea de forma menor, la aritmética parlamentaria beneficia ampliamente al Presidente. El debate sobre la Guardia Nacional es un indicativo de la influencia que puede tener la oposición si se mantiene cohesionada. Lo que sucedió en el Senado -debate sobre la Guardia Nacional- es espejo de que es posible que la pluralidad, el debate y la normalidad democrática tengan consecuencias positivas. La Guardia Nacional, aprobada por unanimidad, tiene controles democráticos, periodicidad y respeto a los Derechos Humanos. Eso hubiera sido impensable sin el compromiso de la oposición con una Guardia Nacional civil y sin la disposición a pactar de la coalición gobernante.

El problema de fondo es que los órganos autónomos nacieron por una razón: la desconfianza de la ciudadanía frente a un Gobierno incapaz de democratizarse y rendir cuentas. El IFE nació porque el Gobierno hacía fraude y el PRI se eternizaba en el poder. El INEGI nació porque el Gobierno tiene la tentación de alterar los datos para, así, querer alterar la realidad. El BANXICO por las décadas en donde el Gobierno hacía un irresponsable uso de la política monetaria por cálculos políticos. No son ocurrencias los órganos autónomos, sino remedios a inercias históricas que impedían el ejercicio en plenitud de la democracia y sus cimientos.

Si la premisa sigue siendo vigente (la autonomía es un buen método para combatir la desconfianza) entonces lo que necesitamos son reformas que profundicen la autonomía y corrijan los excesos de dichas instituciones. El problema es que detrás de la impugnación presidencial a todos los órganos autónomos puede existir la tentación de reformular todo el tejido institucional, pero a imagen y semejanza de lo que quiere López Obrador y su proyecto político. Es decir, utilizar su mayoría para debilitar los contrapesos fundamentales para la democracia y dotar de mayor margen de maniobra política al Presidente. Defender la autonomía de los órganos constitucionales que protegen derechos no es estar a favor de los excesos en los que ha caído ni tampoco justificar los vicios institucionales, sino entender que el poder debe tener límites para no caer en abusos.

Y aquí entra la narrativa presidencial. En las ruedas de prensa matutinas, López Obrador se refiere a sus adversarios como “los conservadores”. Acto seguido, la definición de los conservadores: aquellos que buscar conservar lo que hay, los protectores del status quo. Un discurso dibuja permanentemente la batalla del Presidente contra las resistencias del sistema. En muchos casos, el Presidente tiene razón. Existen resistencias palpables y una élite, que lleva tomando decisiones por décadas, y que se niega a perder su protagonismo e influencia. Sin embargo, en otras ocasiones, las posiciones conservadoras son las del Presidente. Por ejemplo, la Guardia Nacional militarizada; la inclusión de múltiples delitos en el catálogo de prisión preventiva oficiosa, o la erosión de los “intermediarios” para la ejecución de programas sociales. El conservadurismo no es monopolio de una parte de la oposición que se niega a entender por qué ganó López Obrador, sino del propio Presidente al recargarse en soluciones centralistas y de concentración del poder. En fórmulas que nos trasladan al pasado y no al futuro.

El debate público suele hacer una dicotomía: o somos un país de hombres fuertes o de instituciones fuertes. Desde mi punto de vista, es una falsa elección. México es un país que concede una importancia política fundamental al Presidente de la República y eso no cambiará en nuestra cultura política. Es parte de nuestra historia. Y la voluntad política del Presidente es fundamental para cambiar algunas inercias gubernamentales. Voluntarismo e instituciones fuertes no son autoexcluyentes. Es posible que coexista un liderazgo político fuerte con un marco institucional que le ponga límites al poder y que, a través de la autonomía, proteja derechos y libertades de los ciudadanos. No sabemos que tejido institucional nacerá de la Cuarta Transformación, pero lo que es innegable es que los órganos autónomos han jugado un papel democratizador de relevancia en México. Su protección -y reforma- es esencial para la vida pública nacional.

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