Viernes, 19 de Abril 2024

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Vengador melódico

Por: Paty Blue

Vengador melódico

Vengador melódico

Y ora resulta que, de ser el vecino más cordial y saludador de mis entornos, al que mejor le sacaba la vuelta para no entretenerme con su animada charla, aquel hombrón se convirtió de pronto en el más acérrimo exponente de la indiferencia aplicada al prójimo. Parece mentira que el otrora servicial y platicador vecino se haya vuelto el más acabado ejemplo del vinagre rezumado que, prefiere cruzar intempestivamente la calle sin calcular la cercanía del bólido que a punto está de llevárselo puesto, antes que vérselas de frente y tener que contestar el atento saludo de quien alguna vez fuera, según sus propias palabras, su más amable y distinguida interlocutora, o séase, yo.

Al cabo de un par de semanas, y sin andar yo hurgando talantes ajenos, caí a la cuenta de que, de un día para otro y sin que mediara incidente alguno, el sujeto comenzó a verme de reojo y dejó de entablar conmigo la habitual aunque breve conversa a la pasada, en la tienda, esperando al de la basura o al vendedor de agua engarrafonada. Entonces sí me entró la re canija duda sobre el posible origen de su destemplado comportamiento y me empeñé en un meticuloso examen de conciencia para dar con la razón que me hizo merecedora de que la gélida ley me fuera aplicada de repente.

Como decimos popularmente, se advertía que el señor andaba “sentido” conmigo, pero mis pocas y escogidas pulgas no andaban para consideraciones tan metafísicas y esotéricas, como tratar de adivinar qué pude haberle hecho para provocar su glacial comportamiento, porque la ineludible característica de quien se “siente” (la forma más tibia del odio, que no entiendo) encierra un mutismo que debe ser descifrado por el ofensor y pues, francamente, qué flojera jugar a las adivinanzas, a estas y mutuas anchuras, con alguien más viejo (y gordo) que yo.

Al comentar eventualmente el asunto con el tendero de la esquina quien, como dicen los chavos de ora, es “muy mi amigui”, supe que el individuo que vive justo frente a mi casa y al que conozco desde hace un titipuchal de años, le desagradó a tal punto uno de mis desbalagados chascarrillos, que optó por aplicarme en definitiva el recurso de la “impelación”, como llamaba el imborrable Germán Dehesa al acto de no pelar a otro.

Cuando al mercader del barrio le intrigó que, acostumbrado como estaba a vernos enfrascados en la insustancial plática habitual sobre el clima, la basura, la carestía de la vida y fenómenos por el estilo, el conversador vecino ni siquiera me favoreciera con un escueto saludo, hizo sus pesquisas para enterarse y hacerme saber que, efectivamente, el personaje aludido estaba muy “sentido” conmigo por haber escurrido el comentario más rústico, ramplón y zafio de la literatura contemporánea, pero suficiente para herir sin piedad las más delicadas fibras de sus nobles sentimientos.

Resultó que, para festejar el onomástico de su hijo mayor, se armó la ruidosa pachanga que prolongó la vigilia de los moradores en tres cuadras a la redonda, pero para conferir mayor solemnidad al evento, no bastó con recetarnos el selecto repertorio de vernáculos, bandas y reguetoneros en boga y a todo volumen, sino que añadieron con idéntica ración de decibeles, la gloriosa intervención de un karaoke por cuyo micrófono desfiló la concurrencia entera, y no precisamente para deleitar con sus dotes vocales. Simplemente le expresé, con el desenfado habitual de nuestras charlas, que esa noche a punto estuve de llamar a la patrulla, no para denunciar el ruido, sino para quejarme de la pésima entonación de los participantes. Por eso, y nomás por eso, el señor al que el humor se le desmoronó, desde entonces anda bien “sentido” conmigo.

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