Vivimos en una época que glorifica la juventud y teme envejecer. En redes sociales, en la publicidad y hasta en las conversaciones cotidianas, el paso del tiempo se presenta como algo que hay que ocultar. Las arrugas se convierten en defectos, el cabello blanco en una amenaza, y la experiencia en algo que “ya fue”. Pero el problema no son los años, sino la forma en que los hemos aprendido a mirar.Durante mucho tiempo, la vejez se contó desde la pérdida: menos belleza, menos fuerza, menos valor. La sociedad nos enseñó a medir el éxito por la apariencia y la productividad, como si sólo la juventud tuviera legitimidad. Bajo esa lógica, las personas mayores quedan fuera del foco: se les escucha poco, se les representa mal y, a menudo, se les trata con una condescendencia disfrazada de respeto.El edadismo —esa forma de discriminación basada en la edad— opera con sutileza. Se esconde en frases como “qué bien se conserva” o “para su edad está muy bien”. Son expresiones comunes, pero cargadas de una idea profunda: que envejecer es un error que hay que disimular. Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada dos personas en el mundo mantiene actitudes edadistas. Es decir, el prejuicio hacia la vejez está tan normalizado que muchas veces ni lo notamos.Sin embargo, envejecer no debería ser motivo de vergüenza, sino de conciencia. Es el recordatorio más claro de que la vida tiene etapas, ritmos y aprendizajes distintos. El cuerpo cambia, sí, pero también lo hace la mirada. La vejez puede ser un tiempo de lucidez y libertad, donde las prioridades se afinan y las apariencias pierden peso.Pero hay algo que debemos entender: nadie envejece solo. La vejez no es una experiencia aislada, sino una construcción colectiva. Envejecer dignamente depende tanto de la salud como de los vínculos, el entorno y las políticas que nos rodean. Una sociedad que descuida a sus personas mayores está, en realidad, descuidando su propio futuro.Cuestionar las narrativas que tenemos sobre la edad es una tarea urgente. No se trata de romantizar la vejez ni de negar sus retos, sino de mirarla sin filtros, con honestidad. En lugar de preguntar “cómo evitar envejecer”, deberíamos preguntarnos “cómo queremos vivir todas las edades”. Si seguimos asociando la juventud con el valor y la vejez con la decadencia, perpetuamos una cultura que teme al paso del tiempo y olvida que todos, si tenemos suerte, llegaremos ahí.Cambiar la forma en que hablamos y pensamos sobre la vejez implica cambiar la forma en que entendemos la vida. Significa aceptar que el envejecimiento es parte de una historia común, no un asunto de otros. Hablar bien de la vejez es hablar bien del futuro.Tal vez el verdadero desafío no sea envejecer, sino aprender a mirar el tiempo con otros ojos: sin miedo, sin negación y con más empatía. Porque envejecer no es dejar de ser, sino transformarse. Y en esa transformación, cada generación tiene algo que aportar.Al final, lo que la vejez nos enseña es que el valor no está en durar, sino en dejar huella. Y esa huella —colectiva, compartida, inevitable— será tan digna como la sociedad que aprendamos a construir entre todos.