Viernes, 19 de Abril 2024

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Pantalones rotos, ¿reflejo de los tiempos?

Por: Eugenio Ruiz Orozco

Pantalones rotos, ¿reflejo de los tiempos?

Pantalones rotos, ¿reflejo de los tiempos?

De algunos años a la fecha se ha puesto de moda el uso de pantalones de mezclilla intencionalmente dañados, hecho que atrae poderosamente mi atención, pues la mezclilla hace tiempo era de uso común entre los obreros y el pueblo pobre. Imposible que los ricos y quienes formaban parte de las clases medias vistieran ropas manchadas o deshilvanándose. Hoy, en cambio, tanto las más lujosas marcas, como las que se venden y compran en los tianguis, guardan una característica en común: son harapos.

Como derrame de aceite en el agua, se ha extendido la vulgarización del lenguaje: hombres y mujeres de los diferentes estratos sociales y edades han vuelto de uso ordinario las antes llamadas “malas palabras”, iniciando el desfile con la más versátil de todas, el verbo “chingar”. Hoy, una conversación casual difícilmente procede sin utilizar frases como “¿qué onda, güey?”, “tas pendejo”, “no mames”, y de ahí para adelante, lo que la imaginación permita, y no es que me escandalice, pero entre esas prácticas y la tecnología, se está destruyendo un idioma tan hermoso como el español. Adicionalmente, existe una cada vez más amplia tendencia a disponer del cuerpo como lienzo para tatuar en él fechas, nombres de la persona amada, promesas de amor eterno, la fe religiosa o los simbólos patrios. Cada quien tiene el derecho de hacer de su capa un sayo, sin embargo, no deja de ser notable la disposición, también al margen de edad, sexo y condición social, para modificar la piel con los contenidos que más agraden a su portador.

Las llamadas reglas de urbanidad y cortesía son cada vez más escasas, pues quienes las practican, se encuentran frecuentemente con una reacción curiosa, por decir lo menos: la desconfianza de quien las recibe. El valor de la palabra ha caído en desuso, ceder el asiento en el camión o el paso a quien va conduciendo su automóvil, así como ofrecer la banqueta o un vaso de agua, tender la mano para ayudar a una persona de la tercera edad, abrir la puerta del auto a las damas y otras conductas dignas del Manual de Carreño parecen anacronismos de un tiempo para acá: estamos perdiendo el sentido de la convivencia.

Una buena cantidad de escritores contemporáneos señala que vivimos una época caracterizada por la disrupción, la estandarización de las sociedades y la manipulación con base en estímulos sensoriales. No se trata de que todos seamos iguales; más bien, el propósito es que parezcamos iguales y en esto juega un papel importantísimo en la moda. Lucir de forma similar, más allá de la condición económica, simula una igualdad inexistente; hablar con ajos y cebollas, aparentemente nos homogeniza, cuando en realidad nos degrada, y disponer de nuestro cuerpo sin limitaciones implica la modificación de la obra más impresionante de la creación. Si no queremos perder nuestra identidad y nuestro derecho a la individualidad, deberemos estar muy atentos para no ser arrastrados por esa marea que amenaza con disolvernos en sus aguas.

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