Recorro los pasillos aún en acomodo de la Expo Guadalajara. Faltan unas horas para la inauguración de la FIL de este año (cuando usted lea esto, estará comenzando). Saludo a la gente que corre de un lado a otro para que todo esté listo: organizadores, editores, colegas plumíferos, bibliotecarios, promotores de lectura. Inclino la cabeza ante ellos, a modo de saludo, con la misma solemnidad que mostraría un militar ante un compañero justo antes de que comience la batalla. Hay, en una banca lateral a la que utilizo ahora, como improvisado escritorio para teclear en mis rodillas, un par de chicos muy jóvenes y con apariencia de ser decididos y hábiles en su negocio, sea cual sea su negocio: de barbita recortada él y de ropas ejecutivas ella, con sendos vasos de café (ya saben de qué cadena carísima) y unos aires de ser los dueños del lugar. El tipo hace un cuadro con las manos, como si fuera a enfocar el paisaje de obras y prisas. Y explica su visión: “Cuando me den la cuenta de publicidad de la feria, algún día, ya sé perfectamente cómo va a ser el anuncio de tele que les voy a vender. Va a ser así como esto: el acomodo de los stands, de los libros, de las mamparas. Pero en vez de que lo hagan los trabajadores, van a ser puros escritores. Imagínate: el premiado del año, con overol y un taladro, remachando un estante. Una escritora súper guapa y famosa colocando los libros en una pirámide. Un clasicazo, ya viejito, acomodando los micrófonos en una mesa de las que usan para las presentaciones...”Ambos se quedan tan felices con la idea. Yo creo que la FIL, para muchos, como yo, no necesita ningún comercial. Solamente con existir ya nos tiene en la palma de la mano. Que comiencen los juegos.
