Los grandes magos, aunque deberíamos decir ilusionistas (no ejercen la magia sino la ilusión), siempre han necesitado de un velo para que sus trucos funcionen. La cortina, la sábana o el pañuelo cubren el espacio en el que la ilusión debe ocurrir, sin su intercesión la magia es imposible. Además, hay otro factor imprescindible: que quienes atestigüen el acto estén dispuestos a dejarse engañar, porque está clarísimo que la asistente del prestidigitador no fue partida en dos mientras seguía moviendo los pies y las manos, tampoco la teletransportaron en un segundo a la estepa siberiana; no obstante, aplauden, si es que el engaño fue presentado con eficacia, y al salir del teatro saben que no presenciaron un fenómeno metafísico o paranormal, pero se quedan satisfechos sin debatirlo incesantemente.Pero el velo y la credulidad no son lo único que contribuye a la farsa. Entre más profesional es quien se dedica a “la magia” se vale de otros elementos: luces, música, vestimenta, sus movimientos -casi coreografía- y hasta de la promoción que se hace. En los años setenta del siglo pasado ¿cuánta gente ponía sus radios descompuestos y sus relojes ante la pantalla de la televisión porque Uri Geller con su poder mental podía arreglarlos a la distancia? No sucedía, pero se corría la voz de que algunos sí volvieron a funcionar y el show del israelí-británico seguía dándole buenos dividendos, aunque la mayoría supiera que no era enteramente una ilusión sino un engaño descarado, dependiente de una versión del tal velo: la publicidad-manipulación a la que hoy le llaman comunicación.Por estos días los populistas del mundo, mujeres y hombres, le deben mucho a los magos, a sus métodos. Sus conferencias trucadas, con periodistas conscientes del truco, en calidad de asistentes del prestidigitador, son el equivalente del velo-telón-pañuelo, y a darle a la aparición de portentos, como se exclamaba en las presentaciones clásicas: nada por aquí, nada por allá y un instante después, la maravilla: aparecen de la nada enemigos del populista del que se trate; serrucha la corrupción o el huachicol frente al público y luego aparecen más allá, enteritos y haciendo reverencias; le prenden fuego a la democracia y sin más ni más las elecciones parecen suceder justas, libres, incombustibles, ilusión pura). Frente a los ojos fascinados de sus seguidores atrapan un bandido y del otro lado de la escena aparecen diez, y si atrapan a dos, aparecen veinte. Uno de sus actos cumbre: dejan la impresión de que están en un cofre a su medida, encadenados por la economía, por las cifras del crimen imparable, por las violencias cotidianas, por sus mentiras y cuando parece que esta vez no podrán hacer la artimaña de escaparse, que no tienen salida, de pronto, sin que nadie sepa cómo, o más bien sin que los espectadores quieran enterase, se liberan; las cadenas y los candados siguen ahí, sin embargo, los populistas sonríen, renacidos, según ellos desvanecieron los problemas que para muchos ahí siguen. Harry Houdini, la leyenda del escapismo de inicios del siglo XX lo dejó inscrito para la política del siglo XXI: “El secreto del espectáculo no es lo que tú realmente puedas hacer, sino lo que el público amante del misterio cree que haces”.Claro que también hay los artistas de la magia que fincan su fama en revelar sus trucos o por dejar ver que fallan. Beto el Boticario (1931-2009) es un ejemplo, se autonombraba “magazo”: se notaba el hilo que unía las cartas de la baraja o el alambre para hacer flotar objetos. Tiene continuadores en la política: el magazo que ofreció construir un tren sin desaparecer la selva y… sim-sim-Salabím: ni tren ni selva, pero como Beto El Boticario el neo magazo ni se inmutó, tenía más actos: que se materialice el mejor aeropuerto del mundo, un pase de su varita mágica sobre un aeródromo de la Fuerza Aérea y, abracadabra, brotó, único en el planeta: sin vuelos, sin pasajeros, sin sentido… pero el público creyente quedó (está) encantado. Otro día despareció la deuda del país y con todo y que era visible para quien quisiera verla, más ella que nunca, tan mexicana como siempre, el hechicero pregonó que no existía y en el graderío la masa de sus seguidores asegura que se esfumó, después de todo, su magazo obraba prodigios todas las mañanas.Y al cabo ¿qué queda de la función? Apenas el recuerdo superficial del espectáculo, la ilusión. Gracias a Internet perduran algunas frases ahí dichas, las que se pueden acomodar en otros tiempos, en otros contextos; pero de la calidad de los trucos sólo sus consecuencias perniciosas, ya muestran el daño que causan y causarán. Los obligados a enterarse del show no se tragan los engaños y se sorprenden de que el timo no haga mella a la popularidad del histrión hoy en el retiro (sigue actuando, pero ya no frente a la cámara) o en la de la aprendiz, heredera del cajón de tretas.Con lo anterior sugerimos que no tenemos gobernantes sino ilusionistas que se contentan con hacer creer a despecho de las señales objetivas de la realidad ajena al tablado de sus representaciones; pero no podemos asumir que somos muy listos por descubrir la mecánica de la trampa, porque al mismo tiempo nos mantenemos ateridos ante al escenario cotidiano de la prestidigitación. El mago y la maga, y los que les sigan, logran su fin: que hablemos sin parar, crédulos e incrédulos, de sus trucos. Pero, bien mirado, el engaño no es tal, desde el comienzo avisaron: nada por aquí, nada por allá, ni del Legislativo, ni del Judicial ni de la libertad de expresión, ni de la República. Como a Beto El Boticario, sus “experimentos” les han salido mal: lograron desaparecer muchas cosas buenas o en vías de serlo y no luce como que puedan hacerlas volver, aunque lo más seguro es que no quieran que reaparezcan.agustino20@gmail.com