Jueves, 25 de Abril 2024

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Los detallitos

Son pocos los obsequios no solicitados, a lo largo de mi vida, que no hayan terminado por ser despojos funestos...

Por: Antonio Ortuño

Los detallitos

Los detallitos

Hace muchos años que no recibo, por sorpresa, un regalo que me entusiasme. Hago esta puntualización porque he sido objeto de presentes estupendos, claro, pero que yo solicité y que, por lo tanto, escapan a esta categoría. Porque no es lo mismo una sorpresa “caída del cielo” que una meditada elección. Supongo que esto que enumero es el albur que corremos todos los que ya no somos niños ni jóvenes siquiera: el de ser olvidados en el rubro de los obsequios pero, en cambio, estar obligados a dárselos a todo mundo. A los hijos, ahijados y/sobrinos. A los compañeritos de escuela que invitan a los hijos a sus fiestas. A los parientes de mayor edad, desde luego. Incluso, a veces, a las mascotas (es probable que la señora que me escribe cada mes para decirme que estoy psicótico se animará mucho si le confieso que a mis perros se les compran pasteles de cumpleaños).

En mi círculo somos pésimos electores de regalos, debo aclarar, así que han sido pocos los obsequios no solicitados, a lo largo de mi vida, que no hayan terminado por ser despojos funestos. He recibido, sin ir más lejos, una lista como para deprimir al más eufórico. Un cuarto de jamón empaquetado. Calcetines. Batas de baño hechas con tela de toalla. Una loción que olía a aromatizante de taxi de la central camionera. Un gorro de lana colorido que nadie le pondría en la cabeza a otro ser que a un simio. Camisas hawaianas de corte vaquero. Playeras del equipo equivocado. Un suéter de grecas que le habría quedado mal a César Costa. Un costal con un gato de peluche y baterías y que forcejeaba para no ser sacado de ahí. Un perico de goma con plumas de imitación y una grabadora integrada para ponerlo a soltar frases graciosas o insultantes (la primera se le dirigió, obviamente, al que me lo había comprado). Pantalones cortos pero con tela y bolsillos de pantalones de vestir y de un color verde pálido que solamente quedaría bien en un muro de urgencias del IMSS. Sandalias de plástico con agujeros “para que el pie respire”. Nada de todo eso he querido y dudo mucho que alguien en el planeta lo quisiera. Pero todo ha llegado a mis manos y he debido recibirlo con una sonrisa helada.

Supongo que por haber recibido tanta basura, quedé escamado y me convertí en un especialista en ponerle carota a los regalos. La gente lleva años de decirme (creo que somos varios millones de adultos en ese caso) que no sabe qué regalarme. Mis amigotes, al menos, entienden que con una botella de alcohol la libran. Otros tratan de obsequiarme libros, pero ese es siempre un peligro, porque uno regala lo que lee y es muy difícil, si no imposible, atinarle al gusto a alguien más. A lo mejor por eso tuve dos ejemplares de “¿Quién se ha llevado mi queso?” Es decir, un libro que no leería ni aunque me prometieran un cheque bien nutrido a cambio. El intento de salirse de lo convencional, de hecho, me parece una vía segura para el desastre. Un conocido, recuerdo, oyó decir que era yo muy aficionado a la música y, en un intercambio, me entregó una caja con cuatro discos de algo denominado “estilo celta”, y que era indistinguible de la música ambiental de los supermercados de mi infancia. Aún lo odio.

¿Por qué reflexiono todo esto? Porque acaban de enviarme “un detallito” a la oficina: una canasta de dulces típicos que no me pienso comer porque están llenos de polvo. La lista de agravios no tiene fin.

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