La política exterior de Estados Unidos hacia América Latina ha dado un viraje que merece atención. La amenaza de detener a Nicolás Maduro y el uso de la fuerza militar en aguas internacionales son más que episodios aislados: representan un cambio de paradigma. El mensaje es claro: Washington está dispuesto a usar la fuerza no solo para resguardar sus intereses estratégicos, sino también para influir en la configuración política de la región.La figura de Marco Rubio como Secretario de Estado ilustra esta transformación. De origen cubano y con una larga trayectoria política marcada por su oposición a los gobiernos de izquierda en la región, Rubio personifica una diplomacia de confrontación. Sus críticas reiteradas a Cuba, Venezuela y Nicaragua ahora encuentran traducción en políticas oficiales, que combinan presión económica con advertencias militares.Lo que antes era un terreno de negociación y diálogo, hoy parece moverse hacia un escenario donde las sanciones, las amenazas y las operaciones encubiertas ganan espacio. La región, de pronto, se enfrenta a un Estados Unidos mucho más directo, dispuesto a moldear los equilibrios políticos a través de la fuerza.México, durante décadas, apostó por la neutralidad. Nuestra diplomacia, orgullosa de su tradición de asilo y refugio, jugó un papel invaluable como puente y mediador en los conflictos latinoamericanos. Esa política nos permitió mantener relaciones estables con países como Cuba, incluso cuando el resto de la región optaba por el distanciamiento.Hoy, sin embargo, las circunstancias son distintas. La presión de la administración Trump coloca a México en una posición delicada: por un lado, mantenemos lazos fraternos con América Latina; por el otro, estamos inmersos en un proceso de integración cada vez más profundo con Norteamérica. La negociación comercial con Washington y Ottawa es prueba de ello: nuestra prosperidad está estrechamente ligada a la región del T-MEC.La realidad es que mientras nuestros vínculos con América Latina han crecido modestamente, la relación con Estados Unidos se ha vuelto más intensa, pragmática y determinante. México es hoy el principal socio comercial de la Unión Americana, comparte con ella la frontera más activa del mundo y mantiene la comunidad migrante más numerosa en su territorio.La consecuencia es clara: aunque en el discurso preservemos nuestra solidaridad con el sur, en los hechos somos cada vez más parte del norte. Esa contradicción ha moldeado una política exterior que oscila entre la simpatía histórica hacia América Latina y la inevitabilidad geopolítica de una integración con Estados Unidos.Los cambios en las reglas del comercio global y en las formas de negociación entre países reflejan un mundo más frontal, donde las definiciones militares y económicas se vuelven condición para las alianzas estratégicas. México no es ajeno a esta realidad: nuestra vecindad con Estados Unidos nos ancla al destino norteamericano tanto en lo económico como en lo militar.La interdependencia ha sido positiva en términos productivos y sociales. Nuestro sector exportador —que nos ha transformado de país petrolero a potencia industrial emergente— depende directamente de esa integración. Y aunque pueda sonar paradójico, esa misma relación ha permitido avances históricos en materia de reducción de desigualdad y fortalecimiento de la economía.En este tablero, las señales que Washington envía a América Latina parecen dirigirse a todos menos a México. Nuestro país, con pragmatismo, ha logrado convertirse en aliado estratégico, respetado en sus decisiones internas pero consciente de que su futuro está atado a la región de Norteamérica.La conclusión es inevitable: México seguirá manteniendo un discurso fraternal hacia el sur, pero sus decisiones de fondo estarán marcadas por la realidad del norte. La diplomacia mexicana enfrenta así el reto de conciliar tradición con pragmatismo, historia con geopolítica. Y en ese equilibrio se jugará no solo nuestra voz en América Latina, sino también nuestro lugar en el mundo.