Jueves, 25 de Abril 2024

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La sensualidad de la belleza

Por: Martín Casillas de Alba

La sensualidad de la belleza

La sensualidad de la belleza

El segundo tomo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust se titula A la sombra de las muchachas en flor y es una historia que en la segunda parte se lleva a cabo en Balbec, la playa en Normandía en donde el narrador, considerando su estado de salud, va a pasar el verano con su abuela y Francisca su empleada. Es un texto que me ha provocado el recuerdo de los veranos en la Villa de Chapala.

Si Proust sólo hubiese escrito estas últimas doscientas páginas, habría trascendido a pesar de que, desde que empezamos el volumen, esperábamos saber de las muchachas en flor tal como lo prometía su título, pero tuvimos que esperar cuatrocientas más hasta que empezara a contarnos cuando es que las vio por primera vez a todas ellas echando relajo, traviesas, encantadoras, vestidas a propósito para el deporte que practicaban y, con ese cuadro a la vista, el narrador pensó que era una epifanía de la Belleza cuando en realidad era su sensualidad y el deseo de poseerla:

“Había visto bajar de sus coches a unas cuantas muchachas que de lejos me parecieron deliciosas. Unas entraron al salón de baile del Casino y otras a la nevería… era el ansia de Belleza… y, por eso, el corazón me latía con más celeridad. Entonces, apresuré el paso… era como una parvada de gaviotas venidas de Dios sabe dónde; una de las desconocidas iba empujando una bicicleta; otras dos llevaban sus palos de golf y, por su modo de vestir, se distinguían claramente de las demás muchachas de Balbec...”

Y así fue como se removieron las temporadas que pasábamos en Chapala en el verano con otras muchachas en flor que, desde el mismo día que llegaban de Guadalajara se transformaban y producían, no sé por qué, una excitación a flor de piel, de tal manera que ya no queríamos saber de otra cosa más que estar con ellas todo el día, como el narrador en la obra de Proust.

Recuerdo las burradas y las lunadas cuando ésta salía llena: la más grande, la más roja que he visto en toda mi vida, al tiempo que nos temblaban las rodillas deseando recargar la cabeza en el regazo de una de ellas para estar cerca de su intimidad, percibir de cerca su cuerpo y, con suerte, una caricia; por las noches íbamos como si fuera el Rivebelle en Balbec a bailar bajo el Laurel de la India en la terraza de la Villa de Monte Carlo con una orquesta en vivo y las tandas donde sufríamos si no bailaban con nosotros la que nos gustaba, añorando desde el bar el olor a la flor de jacalosúchil que se entreveraban en el pelo.

Proust tensa el arco y nos mantiene en vilo explorando la sensualidad de la Belleza y así seguimos viendo, a través del tiempo, lo propio en lo otro como si fuera un juego de espejos: “ver en esto aquello”, como decía Paz.

Las conoce al azar, estando en el estudio del pintor Elstir: cuando se asoma a la ventana, llega una de ellas y, a partir de ese día, despliega sus estrategias para conocerlas a todas.

“Cuando la luz casi había destruido la realidad, y ésta se había concentrado en unas criaturas sombrías y transparentes que, por contraste, daban la impresión de tener una vida más penetrante y próxima: las sombras.”

Las feromonas pululaban en Balbec como en la Villa de Chapala y, por eso, descubrimos cómo es imposible disfrutar de la Belleza si deseamos poseerla y no, simplemente gozarla, así nomás, como el paisaje marino desde su ventana en el Gran Hotel de Balbec que, al final se convierte en una foto del fin de la temporada, con ese “inmutable color que ahora nos impresionaba por ser signo del estío”, antes de que terminaran esas historias inolvidables.

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