Viernes, 10 de Octubre 2025

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La revolución de las masas

Por: Jonathan Lomelí

La revolución de las masas

La revolución de las masas

Más que una columna de opinión, este es un servicio a la comunidad. Incluye al final (para los que se queden) un regalo especial destinado a esa estirpe discreta pero numerosa a la que seguro pertenece más de algún lector: los paneros. 

Yo no era panero; soy un converso tardío. Justifico brevemente cómo llegué a esta religión.  

Hace un par de años decidí, oh infeliz de mí, abandonar el alcohol. Nada de cerveza ni tequila ni mezcal ni vinito. Cero. 

En ese momento consideré que las ingentes cantidades de licor bebidas a la fecha, sumadas a un bache personal, me permitían apartarme con honorabilidad. Siempre he sido un bebedor sobresaliente, pero las resacas cada vez más prolongadas, la salud y la economía, me obligaban a poner un alto. 

Hay una frase que leí en la universidad y que mi memoria atribuye a Nietzsche: “¡Qué de esta vida sin vicios ni pasiones!”. En mi lógica abstemia, si iba a dejar el alcohol, había que sustituir ese vicio por otro para mantener mi integridad mental y congruencia. 

Elegí felizmente el pan. Desde entonces, al final de una comida en casa, en un restaurante o en un convite, el postre me anima como leitmotiv y desenlace placentero. 

Con la paciencia y delicadeza de un espeleólogo, he explorado y probado todas las panaderías a mi alcance. Pido tips a maestros paneros, googleo y cuando pedaleo o conduzco tomo nota de nuevos templos. 

Así descubrí Backofen, una panadería artesanal alemana. La atienden dos hermanos, May y Franz, este último un hombresón sexagenario de 1.97 metros que te vende por 90 pesos un pan siete granos que pesa más de un kilo y vale su peso en oro (este año no subió sus precios). 

O Karmele, una panadería artesanal, cuya barra frontal es un despliegue de lujuria azucarada. Los karmelitos crujientes con romero o mermelada de guayaba vuelan antes del mediodía. Su concha de canela y sus nodos de nuez desafían las leyes de la física: cuando las terminas juras que todo fue un sueño. 

Uno de mis favoritos es Gran Pan, ubicado en una esquina rugosa y descarapelada de Santa Tere. Su scone de limón es capaz de ablandar al mismo diablo. Y su rol de cardamomo me ha despertado en medio de la madrugada.

La ciudad vive un apogeo de panaderías artesanales. May, la alemana, me contó que hace cuatro años la gente del barrio los veía raro y les pedía birotes, cemas y polvorones. Ahora al parecer hay un gusto más diversificado. 

Desde luego que el pan artesanal es más caro que el promedio, pero no siempre. Hace poco inicié un romance con La Esperanza, una panadería chilanga originaria de Iztapalapa (para el mundo) fundada en 1975. Venden hasta empanadas de romeritos y unas alegrías rellenas de coco dorado que te convierten en una mejor persona cuando te la acabas. O El Abuelo, también de la CDMX, junto al Expiatorio. 

Creo que la panadería es menos pretenciosa y superficial. Por ejemplo, rehúyo de esos platillos en restaurantes y cafeterías de moda en donde pagas 250 pesos por un “toast con un huevo benedictino sobre una cama de arúgula, camote, hojuelas de hemp y ghee”. Yo que soy cinta negra en huevos pochados, me siento robado y humillado ante esos platillos. Siempre aplico un lema sencillo: si se ve mejor de lo que sabe, es para Instagram, no para ti. 

La “revolución de las masas” es más auténtica. No replica ese estilo pretencioso de nuestra cocina local. 

Termino con una confesión y el regalo. Finalmente no pude dejar el alcohol, sigo siendo un bebedor con sobredesempeño, aunque trato de medirme. En otras palabras, iba a dejar un vicio y terminé felizmente con dos. 

Consulta mi lista pública de Google Maps “La Revolución de las Masas” con las 12 panaderías que más me gustan (está en constante cambio y actualización). Bon apetit: https://bit.ly/larevoluciondelasmasas.

jonathan.lomeli@informador.com.mx

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