Domingo, 04 de Mayo 2025

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La libertad como responsabilidad

Por: Luis Ernesto Salomón

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Defender la libertad exige más que proclamarla: implica construir y sostener las condiciones que la hacen posible, frente a un entorno cada vez más hostil a la soberanía individual.

En tiempos de desinformación masiva, vigilancia digital y polarización ideológica, la libertad ha sido reducida a eslogan. Se la invoca con facilidad, como si bastara nombrarla para preservarla, mientras los cimientos que la sustentan se erosionan de forma constante. Pero la libertad, en su expresión más profunda, no es un estado espontáneo ni una concesión histórica: es una construcción política y cultural que requiere instituciones sólidas, ciudadanía crítica y voluntad colectiva.

El historiador Timothy Snyder, profesor en la Universidad de Yale, ha elaborado una concepción de la libertad que trasciende las nociones convencionales. En On Freedom, identifica cinco condiciones que permiten a una persona ser verdaderamente libre: seguridad, capacidad de tomar decisiones significativas sobre su propia vida, imprevisibilidad frente al control externo, movilidad —es decir, la posibilidad de distanciarse de las estructuras que la formaron— y solidaridad. Estas condiciones no son privilegios de unos pocos, sino aspiraciones colectivas que definen la calidad de una democracia.

Ninguna de estas dimensiones se sostiene de manera aislada. La libertad necesita de un entramado institucional que garantice una vida segura, un sistema educativo que fomente la autonomía intelectual, y una esfera pública donde se proteja no solo el derecho a opinar, sino el deber de disentir. Requiere también medios que informen con rigor, condiciones materiales mínimas para la toma de decisiones auténticas, y un tejido social donde la solidaridad sea un valor compartido, no una excepción heroica.

Sin embargo, estas condiciones están hoy bajo una presión creciente. No solo por parte de regímenes autoritarios que justifican la supresión de libertades en nombre del orden, la eficiencia o el desarrollo económico, sino también por democracias que, atrapadas en la lógica del mercado y la inmediatez digital, han cedido ante formas más sutiles de control. El poder político y el tecnológico convergen cada vez más en una alianza orientada a modelar comportamientos, predecir decisiones y reducir el margen de lo inesperado.

En ese contexto, la imprevisibilidad —esa capacidad profundamente humana de actuar fuera del cálculo algorítmico y del condicionamiento social— se convierte en una anomalía. Y, por lo tanto, en una amenaza. Las democracias contemporáneas, enfrentadas a desafíos globales y exigencias de eficiencia, parecen abandonar el ideal de libertad en favor de una gobernabilidad basada en la previsibilidad, el control de datos y la neutralización del conflicto.

La vida pública, trasladada casi por completo a las pantallas, se ha transformado en un espectáculo constante, donde lo político se diluye en la lógica del entretenimiento. Las narrativas se imponen no por su solidez argumentativa, sino por su capacidad de capturar atención. La libertad y la igualdad se convierten, así, en bienes simbólicos que se invocan para justificar posiciones de poder, pero rara vez se practican como principios orientadores del orden social.

Frente a este panorama, defender la libertad no puede reducirse a resistir. Es necesario redefinir su sentido, no como atributo individual sino como responsabilidad colectiva. La libertad no se agota en el derecho a elegir entre opciones preconfiguradas; implica la posibilidad de crear nuevas opciones, de imaginar alternativas, de disentir sin miedo. Exige proteger los espacios donde el pensamiento crítico pueda florecer, donde el disenso no sea penalizado, donde los vínculos humanos no estén mediados únicamente por intereses o cálculos.

No se trata de nostalgia ni de fatalismo. Se trata de asumir que la libertad, si ha de seguir siendo posible, requiere un compromiso activo con su defensa. Porque cuando todo en el entorno empuja hacia la docilidad, la previsibilidad y la obediencia, ser libre —y permitir que otros lo sean— se convierte en un acto profundamente político de trascendencia moral.

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