Viernes, 29 de Marzo 2024
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La indispensable alegría de la ciudad

Por: Juan Palomar

La indispensable alegría de la ciudad

La indispensable alegría de la ciudad

Cualquier barrio, todos los barrios. Un buen señor decide que ya su finca ocupa una mano de pintura. Piensa en los colores, imagina los contrastes. Y manos a la obra: resulta una obra maestra. La esquina se convierte en un hito, una referencia, un testimonio de alegría, de optimismo, de estridente y adecuada participación en el dialogo público, en el que, como en tantas composiciones, debe haber notas que destaquen.

El vecino de junto, por su parte, opta por una relativa discreción. Elige un azul fuerte, color complementario al anaranjado, y se integra impecablemente la composición. No olvida dejar adecuadamente enmarcada a la guadalupana. Total, algo de verse, la esquina esta.

Hay algo muy profundo en este gusto popular y certero por el color. Viene de muchas generaciones que a lo largo y ancho del país han sabido dotar de gracia y júbilo a sus casas, a sus contextos, a sus cosas. Es, tal vez, el afán por dar a la vida cotidiana amenidad, humor, dignidad, prácticas soluciones contra el desgaste de la intemperie y los elementos. Es fácil encontrar la línea que une estas costumbres con el arte popular, con la policromía que distingue tantas creaciones artesanales. Puede este gusto provenir de la atenta observación de los colores de la naturaleza, de la infinita variedad de tonos que allí se encuentran. Puede también generarse en la primigenia capacidad del ojo humano para distinguir la belleza.

Compárense ahora estos sabios juegos de color con los cromatismos de la arquitectura “culta”, hecha por los arquitectos, y particularmente por los que van de la modernidad del siglo XX hacia acá. Rescatemos algunos nombres: JJP Oud, Luis Barragán, Juan O’Gorman, Andrés Casillas, Marco Aldaco. No muchos más. El gris y el blanco prevalecen, sobre todo el gris. Analícense los últimos edificios bultosos de la ciudad: grises aburridísimos, supuestamente “cool”, si no es que esos terribles negros, ideales para aumentar torpemente la absorción de calor del edificio y por lo tanto su huella de carbono, su contaminación.

¿Cuándo dejaron los arquitectos de saber manejar el color? Cuando, probablemente, decretaron su radical divorcio de la arquitectura popular. De esa arquitectura que siempre –casi– ha sido tan superior a la de los doctos arquitectos. Imagínese, en vez de esa esquina anaranjada, amarilla y azul, la “creación” de un arquitecto de línea. Gestitos a la moda, materiales pretensiosos –probablemente aluminio y concreto aparente– tristeza, desintegración respecto al entorno, y probablemente, afirmación de un pequeño ego.

Si se impulsara en nuestros barrios la renovación de la costumbre de los colores en las fachadas, esta acción concertada redundaría en una mayor habitabilidad general de ellos. Redundaría en un incrementado sentido de pertenencia, de gusto. Se fomentaría la cohesión social, el diálogo entre vecinos, la compartición de una reencontrada alegría. Serían así, esos barrios, motivo de orgullo para propios y extraños, incluso atracción turística.

En ningún lado –afortunadamente– se ha prohibido la expresión colorística de la gente (en el centro está reglamentada, hasta cierto punto). El hábito de la grisura y el anonimato es más bien una influencia de la arquitectura llamada “culta” y sus manierismos más o menos inanes. En las escuelas de arquitectura no se dan las mínimas nociones de cromatismo. Si acaso, hay intentos patéticos de imitar a Barragán o a Aldaco… los que los conocen.

Bienvenido el color, larga vida al insuperable gusto popular y sus instintos certeros. Ocupamos ciudades alegres, vibrantes, optimistas: más humanas.

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