Martes, 23 de Abril 2024

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La guardia del bien

Por: Ivabelle Arroyo

La guardia del bien

La guardia del bien

En el imaginario orwelliano, unos perros guardianes son entrenados en secreto, con la sola autoridad del perverso jefe Napoleón, quien los vuelve sombras propias. No obedecen otro mando y sus hocicos nunca han servido para lamer una herida: sólo para producirla. Cuando aparecen, amenazantes y colmilludos, los animales no los pueden ver como los cachorros con los que siempre habían lidiado en la granja. Estos no son perros amigos, son un grupo de choque formado para obligarlos a obedecer al temido líder.

Orwell representa con esa alegoría el comienzo de la destrucción de una sociedad utópica que apenas nacía. Se trata de una granja de animales iguales que se libra de la mafia humana con una romántica revuelta inspirada por ideales de libertad. La nueva sociedad no tendría clase opresora, ni vicios, ni anhelos de superioridad como las que tenían los viejos dueños… pero se topó con el tirano Napoleón.

El brillante escritor inglés estaba viendo las sociedades de la primera mitad del siglo pasado; el ascenso del fascismo, del stalinismo y en general de los totalitarismos. No le tocó ver la degradación de la democracia liberal y nunca construyó una alegoría en la que la sociedad se ve atacada por criminales internos y está ayuna de defensas ante la violencia y la inseguridad.

Dan ganas de construir esa alegoría con los elementos del universo orwelliano, un poco para alejarnos de nuestros absurdos, un mucho para acercarnos a ellos y verlos con claridad.

Yo imagino una sociedad (una granja) en la que no gana un perverso Napoleón, sino otro líder. Uno querido, respetado, con anhelos de proteger y sacar adelante a los más maltratados. Un líder que quiere construir una identidad auténtica,  sin contaminantes extranjeros y de la mano de los grandes héroes del pasado. Un líder que expulsa a la vieja mafia humana y ahora debe pelear contra los que roban y matan en la granja. Normalmente en la granja lo harían los caballos, pero son pocos y no han hecho bien su tarea: ya nadie los respeta y ellos se hacen ojo de hormiga. Ni modo, piensa este buen líder, hay que usar a los mastines, pero cuidando mucho que sean guardianes del bien.

Los animales más inteligentes, algunos incluso de su equipo cercano, le piden que si los mastines van a hacer las rondas, que al menos los enseñe a responder a otra autoridad, que un grupo de animales sabios sea capaz de darles órdenes o disolver la guardia en caso necesario, o por si falta el líder. El líder dice que no, que confíen, que serán guardianes del bien.

Otros animales, también algunos de sus cercanos, le piden que les ponga un plazo mientras los caballos se entrenan, o que por favor no los dirija un mastín. Los animales conocen el valor y el heroísmo de estos guardianes de colmillo, pero también su ferocidad. Saben que los necesitan, pero temen que se les pase la mano. Por eso le piden al buen líder que los limite.

El buen líder no escucha. Confía en su criterio y les pide a todos confiar en él. No quiere aceptar ni que los mastines puedan ser incontrolables ni que un día los pueda heredar un Napoleón.

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