Viernes, 29 de Marzo 2024

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La avalancha retrógrada

Por: Rosa Montero

La avalancha retrógrada

La avalancha retrógrada

El ayer está pegado a nuestros talones y puede convertirse con demasiada facilidad en el mañana

Aunque, con la que está cayendo, es un mito que cada vez resulta más difícil de aceptar, todavía hay gente que piensa que la historia humana es una flecha que siempre camina hacia delante; que hay altibajos momentáneos en el devenir del mundo y sobre todo diferencias por países, pero que, en conjunto, el progreso existe y es imparable. E incluso aunque no creas en la inevitabilidad del progreso, resulta difícil imaginar una involución radical; que la esclavitud volviera a ser legal en la mayoría de los países, por ejemplo, o que las mujeres perdieran otra vez todos sus derechos. Pues bien, la mala noticia es que los imperios se hunden, las civilizaciones se colapsan y el ser humano es capaz de olvidarlo todo. Hasta quién es o quién fue. Basta con recordar, por ejemplo, el brillo intelectual y cultural de la Grecia de Pericles, en el siglo V antes de Cristo, y el desbarate retrógrado de la Alta Edad Media. En el transcurso de mil años, Europa perdió mucho.

Así que, quién sabe, puede que nuestro futuro se parezca a una de esas tenebrosas distopías tan de moda. Pero lo importante es tener claro que estamos en guerra. Y no hablo de esa nueva Guerra Fría global que se está articulando contra Rusia y China, sino de una Guerra Tibia cotidiana. De luchar día tras día en defensa de unos derechos humanos esenciales que le han costado a Occidente siglos de sacrificios, sangre y sufrimiento, y que ahora mismo están siendo amenazados por diversos frentes. Una avalancha retrógrada se nos echa encima; por un lado está el dogmatismo islámico ultra, en franca expansión, que quiere acabar con la democracia y degollar a los demócratas, y por el otro están nuestros propios fanáticos involucionistas, también muy crecidos y feroces.

Pienso en todo esto a raíz de la restrictiva y bárbara ley del aborto que ha sido aprobada en Texas, una batalla más dentro de la gran guerra. Pero una batalla muy simbólica, visible y ejemplar. Porque, además de poner el límite en las seis semanas de embarazo (lo cual se calcula que impedirá entre el 85% y el 90% de las operaciones que se hacen en el Estado), se decreta, cosa extraordinaria, que el cumplimiento de la ley no sea ejercido por las autoridades, sino que sean los mismos ciudadanos, residan o no en Texas, quienes demanden a cualquiera que “ayude o sea cómplice” de un aborto posterior a las seis semanas de gestación. Si la demanda triunfa y hay condena, el demandante puede recibir 10 mil dólares de ayuda del Estado para pagar sus costes legales. Ni que decir tiene que los acusados no reciben ni un céntimo aunque sean declarados inocentes. Esta ley insólita y salvaje está hecha así, dicen los expertos, para evitar que los tribunales federales la revisen por su flagrante inconstitucionalidad. Pero yo creo que lo de convertir a los ciudadanos en la avanzadilla de la represión, y la sociedad en un sistema de delaciones bien pagadas, forma parte esencial de la estrategia bélica; es una consecuencia de lo que he dicho antes: de la Guerra Tibia, cada día más caliente. Todos los regímenes totalitarios apoyaron su poder en los matones de barrio; todos los populismos ultras hacen lo mismo. Véase a los amigos de Trump que asaltaron el Congreso; y a los antiabortistas que se plantan delante de las puertas de las clínicas a hacer fotos, a insultar y amenazar a las mujeres. Pues bien, tengamos algo claro: esto no se queda en Texas. Esta es una oscuridad que se mueve y crece. Por cierto que esos antiabortistas tejanos tan preocupados por preservar la vida también han aprobado, al mismo tiempo, una norma que autoriza a los ciudadanos a llevar armas de fuego en público sin necesidad de tener permiso. Esta es la medida de su hipocresía y de su belicismo.

Yo, que nací en una dictadura carente de derechos, sé lo que es vivir con las manos atadas. Por ejemplo, hasta mayo de 1975, en España las mujeres casadas no podían comprar un coche, abrir una cuenta en el banco ni sacarse el pasaporte sin el permiso del marido; también necesitaban su autorización para trabajar, y el esposo podía cobrar el sueldo de la mujer. Quiero decir que el ayer está pegado a nuestros talones y puede convertirse con demasiada facilidad en el mañana. Vigilancia, orgullo de lo logrado y resistencia.

Ediciones El País S.L. 2020

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