Jueves, 25 de Abril 2024

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Por: Luis Ernesto Salomón

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Hay ahora mismo una ola de pensamiento dominante que considera al hombre como un simple instrumento para obtener propósitos materiales, sociales o políticos. La idea de que la vida debe ser guiada por una serie de valores universales se ha substituido por el pragmatismo que se expresa en alcanzar metas tangibles. Consideran que nuestra conducta ya no ha de depender de criterios universales sino de la conveniencia circunstancial que permita avanzar en los propósitos medibles.

Cuando se observa la rapidez con la que las comunidades pierden la memoria respecto de acontecimientos terribles se percibe esta sensación de privilegiar lo circunstancial e instrumental sobre los principios que son vistos cada vez con más desconfianza.

Reconocer el valor de la solidaridad supone que no podemos admitir el odio racial o el rechazo al extranjero que auténticamente necesita de una mano que le asista. Reconocer el valor de la libertad implica defender el derecho a saber, como el derecho a expresarse

Viene al caso la reflexión al observar que ante el creciente derramamiento de sangre en nuestro país generaliza la idea de que hay una lucha entre personas que no son iguales a nosotros, porque se prejuzga que son parte de actividades ilícitas. Como si la vida de cualquier persona no tuviera el mismo valor.

Al respecto el célebre pensador Walter Benjamín dijo cuando se trataba de discutir el castigo a los crímenes de guerra contra los nazis: El asesinato del criminal puede ser moral, pero jamás pueda ser moral su justificación. El criterio de instrumentalización del hombre, el privilegio de la percepción sobre la razón, y el dominio de olas de sentimientos inducidos por los instrumentos tecnológicos lo colocan en una continua tensión entre aquellos valores a los que parece que aún nos aferramos y la corriente de exponer la conducta al mercado que navega en las aguas procelosas de la incertidumbre permanente.

El producto de esa ola de instrumentalización es la angustia. Aquella que provoca en muchos jóvenes la necesidad de tener, de ganar, de avanzar, poseer y dejar ver lo que se hace; esa agotadora tarea conduce al pesimismo que deja de mirar aquellos valores liberales de libertad, igualdad y fraternidad que alguna vez orientaron la conducta de las sociedades, o aquellos de solidaridad y amor al prójimo.

La moralidad ahora depende del medio necesario para obtener el propósito que establecen otros, en medio de una lucha por alinear los intereses. Si conviene así, se puede cambiar de opinión, de principios, de partido, de religión, de país, de familia, y llevado al extremo, de identidad.

El peligro de dejar que los orientes de la conducta sean tan relativos, como dependientes de las circunstancias hacen profundamente frágiles a las comunidades ante los embates de la demagogia, la exaltación de emociones violentas y, sobre todo, de la mentira como instrumento sistemático para decidir.

Reconocer el valor de la vida implica que no podemos sino horrorizarnos profundamente al ver el torrente de sangre que envuelve a México y apreciar la vida cegada de cada persona, como el dolor que se esparce por miles de familias.

Reconocer el valor de la solidaridad supone que no podemos admitir el odio racial o el rechazo al extranjero que auténticamente necesita de una mano que le asista. Reconocer el valor de la libertad implica defender el derecho a saber, como el derecho a expresarse. Y todos esos valores están expresados en la constitución, en la ley y las instituciones, cuya fuerza se convierte en la única defensa sólida para resistir los embates de la ola de instrumentalización del hombre, la relativización de la conducta personal, la demagogia como sistema y la saturación informativa que confunde e induce al imperio sentimental.

Las reacciones polarizantes nos alejan del aprecio de aquellos valores que constituyen la esencia de la civilización, parecen encaminar a la barbarie. Cuando avanza el territorio de los sin ley, el imperio de la emociones desbordadas, el cultivo del circo como instrumento de conducción, abrimos la puerta a los horrores totalitarios que el mundo ya ha vivido. Ante la fuerza de esa ola son los más débiles los que sufren y los que, como sale suceder, pierden más.

Defender la ley, los valores universales y considerar al hombre como fin en sí mismo es la mejor forma de luchar contra esta ola que revuelca a muchas sociedades de nuestro tiempo.

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