Miércoles, 24 de Abril 2024

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El silencio

Por: Pablo Latapí

El silencio

El silencio

Los sobrevivientes a los grandes cautiverios de la historia coinciden en que cuando se angosta el mundo exterior hasta quedar reducido a casi nada, se ensancha el mundo interior que para su sorpresa es mucho más amplio y vasto.

El sábado pasado apareció por aquí y por allá una convocatoria para que cientos de miles de personas en todo el mundo se sentaran a meditar a la misma hora, las 20:45 hora de Guadalajara, durante 20 minutos.

El secreto estaba en que todos lo hiciéramos al mismo tiempo.

Cada quien con su propia técnica de meditación, y a su estilo.

Entiendo que la invitación incluía por supuesto a quienes acostumbran orar.

La convocatoria me llegó por medio de mi hija, y a mi vez la subí a mis redes como una sencilla invitación a sentarnos a meditar (o rezar) durante 20 minutos con la intención de provocar la mejor parte de nosotros mismos, como un mensaje de buena voluntad para nosotros y nuestro entorno.

 No pertenezco ni sigo  ninguna de las escuelas de meditación; cuando hice la convocatoria alguien por ahí me comparó con “las señoras de las piedras”, no sé a qué se refiera pero si se trata de algo con buena intención lo aplaudo.

A mí me gusta meditar siguiendo los consejos del jesuita Pablo D’Ors, que con una sencillez brutal define meditar como hábito para tener un encuentro con el silencio.

Eso es todo.

Es sentarse todos los días, durante unos 15 o 20 minutos, en silencio, a observar lo que traemos en la mente, poniendo la atención en una respiración pausada y profunda; nos adentramos así en el silencio. Los primeros días vemos nuestra mente como una gran pecera con agua rebotada; aquello es un ir y venir de ideas con muy poca claridad.

Pero conforme van pasando las semanas que uno dedica a meditar todos los días, el agua se va aquietando, se transparenta, y empieza a aparecer con mayor claridad lo que realmente hay en la mente, y es un proceso que avanza y avanza.

Lo más difícil de meditar, dice D’Ors, es hacerlo. Tener ese hábito de sentarse a contactar el silencio durante por lo menos 15 minutos cada día.

Fácil de hacer, y fácil de dejar de hacer, y sin resultados en el corto plazo.

Y eso fue lo que hice el sábado por la noche: mientras mi esposa al mismo tiempo oraba, y seguramente había meditadores de las escuelas más evolucionadas que proyectaban haces de luz, yo me senté a estar con el silencio.

La intención de esa meditación mundial fue aminorar la carga de estrés que provoca el coronavirus en una buena parte de países. Sé que en Estados Unidos hay toda una cultura de meditar, y la practican cientos de miles de personas.

Al final del ejercicio del sábado me sentí bien. Sin presumir grandes transformaciones fue satisfactorio participar en un ejercicio así.

No sé si esa gran meditación en comunidad haya contribuido a mejorar en algo lo que vive el planeta en este momento (hay quien asegura que hubo mediciones de la “vibra” mundial y fue notable la mejora en ese momento), pero estoy seguro que quienes lo hicimos nos sentimos satisfechos de haber participado en una convocatoria de esa dimensión, y a final de cuentas esa pequeña satisfacción personal es lo que cuenta, y es ganancia.
 

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