Viernes, 19 de Abril 2024

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El converso

Por: Luis Ernesto Salomón

El converso

El converso

A propósito de la Pascua, es oportuno un relato imaginario del pensador esencial de la ley para el cristianismo:

Soy Saulo, orgulloso de la tradición: fui circundado al octavo día; soy del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo, hijo de hebreos. Nací en Galilea. Siendo niño, dado que mis padres fueron esclavizados, llegamos a Tarso. La pequeña urbe, bajo dominio romano, era un crisol cultural. Era tan especial para los romanos que la llamaron Juliopolis en honor a Julio César y fue gobernada por hombres tan notables como Cicerón. Sus habitantes fueron distinguidos con la ciudadanía romana, que por ese medio adquirí el privilegio que influyó hasta mi muerte. Liberados de la esclavitud vivimos una etapa de bonanza que me permitió educarme: entonces aprendí el arameo, luego el griego y finalmente el latín, también estudié retórica. Desde niño conocí las escrituras hebreas y visité asiduamente la sinagoga atraído por la tradición y la historia de Israel. Formé parte de la Academia de Tarso en donde conocí el estoicismo.

Mis padres querían iniciarme como rabino así que partí de viaje a Jerusalén para fortalecer mi conocimiento judaico. Ahí me hice fariseo luego de estudiar con Gamaliel. Pasé aquellos días entre sabios y no encontré nada mejor que el silencio para aprender y ahí me di cuenta que saber la ley no es, ni de lejos, el aspecto importante del código. Su puesta en práctica: eso es lo que de verdad importa. Con esa visión me incorporé a la fracción farisea, minoritaria del sanedrín, muy popular en la conservación de las tradiciones judías. Poco a poco me adentré en el conocimiento de la ley y de su interpretación. Por la lectura de la Torá entendí que la tradición religiosa es esencialmente un conjunto de leyes, dictadas por el Creador. Por eso el dominio de la idea de la ley, el derecho, la justicia y el poder fueron esenciales en mi labor como fariseo durante más de 20 años en los que llegué incluso a perseguir a los cristianos.

Pero esa convicción se transformó cuando en la ruta de Damasco tuve una revelación sobrenatural que cambió por completo mi vida, al caer del caballo en pleno trayecto. Vi, sentí directamente la presencia divina. Me convertí.

Entendí que la salvación de los judíos venía de la obediencia a la ley, la de los cristianos de la identificación con Jesús. Supe entonces de la nueva ley irreductible a la anterior. Asumí también la visión de propagador en todo el mundo pagano de las enseñanzas del Mesías, y dejé de lado la discusión exclusiva para las tribus de Israel.

Comencé la actividad de evangelización en Damasco y Arabia. Al ser perseguido por los judíos y tuve que huir a Jerusalén, donde Bernabé me llevó con Pedro y con Santiago, ellos me ayudaron a trasladarme a Cesárea y al final me refugié en Tarso. Bernabé entonces, acudió a Tarso y vino conmigo a Antioquía, donde pasamos un año difundiendo la palabra de Jesús. Antioquía al tiempo se transformó en el centro de los cristianos convertidos y ahí comenzó a llamarse cristianos a los discípulos de Jesús. Fui llamado cristiano.

Creí desde entonces que la existencia del derecho está en la naturaleza del hombre y por tanto es conocido por todos, nadie puede excusarse en su ignorancia: “Toda alma que se someta a las autoridades superiores. Porque no hay autoridad que no sea instituida por Dios; y las que existen por Dios han sido ordenadas. Así que el que se insubordina contra la autoridad se opone a la ordenación de Dios, y los que se oponen su propia condenación recibirán”.

Los cristianos introdujimos un concepto totalmente nuevo en el mundo griego: la idea de una ley moral prescrita por Dios de forma externa a la naturaleza. En el mundo helénico la ley de la naturaleza regulaba a los hombres y a los dioses. Para el cristianismo la virtud es el supremo bien moral. La virtud es el apego a los mandatos de Dios y el pecado es la desobediencia. Los hombres están para cumplir las normas que son voluntad de Dios. De donde la ley moral es la “voluntad de Dios” y el hombre de buena voluntad es el hombre que respeta la ley de Dios.

Fui detenido en Jerusalén y me trasladaron a Roma donde viví mis últimos tiempos hasta que un día la espada atravesó mi cuello bajo el imperio de Nerón. Nací judío, crecí como griego, fui romano y morí cristiano siempre pensando en la ley como parte de la esencia de lo humano.

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