Viernes, 19 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Imaginar el preciso paso del tiempo que por el jardín discurre desde distancias inconmensurables. Quién daría noticia del arrayán en vuelo, de los pájaros y sus señales indescifrables y cristalinas; cómo oír las sentencias de macizo hierro antiguo del maestro jardinero al leer la cara de las jornadas, al invocar estoico las postrimerías del mundo: luego ríe, quedo. Caer de las monedas de los días en la alcancía de la morada en su empecinado rumbo, reparar en los gritos de los niños que saludan sin saberlo, con inaudita precisión, las horas; y mirar desde el más hondo azoro cómo un rojizo resplandor transfigura cada vez la casa entera. Los estragos de la última tormenta se vuelven bendiciones, todo levanta un canto a la duración, al constante coraje para ganarse el día. Luego estar lejos, y tan próximo, al imbatible arraigo que se descubre, otra vez, yendo a otro lado. Al arraigo de este suelo, y al de todos los suelos al final.

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De la batea de las postales. El hombre está de espaldas, y todavía viste sus hábitos de viaje. Una mujer, el rostro cercado por una albeante mantilla, sonríe desde el otro lado de la mesa y pronuncia algunas frases para el reencuentro, la bienvenida. Hará tímidas preguntas, guardará ya para siempre sus largos temores ahora vencidos. Un gran mapa, sobre el muro del fondo, describe con minucia cualquier lugar de la improbable geografía de las errancias. Una escena que con leves cambios recorre todo el hilo de los tiempos, que da razón de la posibilidad del mundo, de la voluntad de ir más lejos, de volver. Vermeer, el de Delft, cuenta esta vez la historia.

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Citas definitivas en la maquinaria cibernética. De vez en cuando, fatigando brevemente la pantalla, suelen darse encuentros que justifican por un día la tan incierta búsqueda de lo increíble, de lo nutricio y primordial. Es el caso de una cita de Yves Bonnefoy, indispensable, incandescente poeta. El hallazgo se debe a un atinado corresponsal: Juan López Vergara Newton. Botella al mar, reproduce una página, unas cuantas palabras que así rezan:

La imperfección es la cima

Sucedía que era preciso destruir y destruir y destruir
Sucedía que sólo a ese precio existe salvación

Romper la faz desnuda que aparece en el mármol,
Golpear toda forma, toda belleza.

Amar la perfección porque ése es el umbral,
Y negarla tan pronto se conoce, olvidarla a su muerte.

La imperfección es la cima.

Poco, si acaso algo, por decir, por dejar de entender ante la transparencia, ante la larga sabiduría. Comprender, como se hace con una repentina iluminación, la necesidad de ir más allá, de inmolar lo logrado para seguir una voz más alta, un llamado más lejano. Alcanzar siempre nuevos umbrales, despojados y libres para acometer otra vez la búsqueda esencial, vital, de la belleza futura. Para cumplir con justeza el sentido de esta vida en fuga.

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Turilia se vuelve, a pesar de estragos y agravios, más vasta y más vigorosa frente al mar inmemorial. Ha resistido milenios de invasiones, y la guadaña de la guerra ha hecho de ella su presa en veces incontables. Pero es mucho más fuerte su voluntad de durar y pervivir. Cuentan que en Turilia cuando sus habitantes saben que el azote se aproxima se levanta en cada casa una fogata que no habrá de extinguirse hasta que la marea del desastre se aleje; que los muchachos llevan pañuelos impecables que preservarán de los asedios con su vida misma: banderas imbatibles del deseo y la gracia. Pero la ciudad ha germinado en amplios bulevares alegres y plácidos, en jardines increíbles, en palacios hondos y enigmáticos, en templos hechos de puro humo sagrado, en pequeñas viviendas donde el gozo ha sabido establecer su morada. Relatan también que los barcos que aproximan sus singladuras al puerto reciben siempre un inesperado relente a dicha y aventuras, y que unas enseñas de júbilo que ningún marinero dispuso se levantan entonces en lo más alto de los velámenes. Turilia tiene laberintos de nombres fabulosos, perspectivas que cortan el aliento de quienes tanto han recorrido el mundo, mujeres tan livianas que su paso no deja sobre el polvo huella ninguna, y altos miradores dispuestos, solamente, para rendir al mar color de vino discretos homenajes.

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Preciosa y el aire. Un ingenuo e inconsciente deseo de levantar la bandera de la gracia mantiene incólumes sus rasgos. Difícil no acordarse de los años en que su imagen duró a la vera de una calle caudalosa, ofreciendo con tierna generosidad la flor de sus años al transeúnte. El aire que por allí corría de pronto se aquietaba, daba giros imperceptibles antes de seguir su curso. Nunca nadie lo supo, y nadie habrá de reparar en ello: la muchacha tuvo entonces entre sus manos, en el resplandor de su pelo, uno de los imposibles destinos dichosos de la ciudad. Es así con cada niña que estas calles bendice, con cada retrato que cuelga en un rincón de modestas casas, con cada efigie que padres laboriosos guardan en el fondo de su bolsa. Pasa nomás que preciosa y el aire, gracias al azar y sus giros de extravío y lucidez, fueron por un breve instante de la ciudad trasegada un emblema de su gloria, su tránsito, sus derrotas y sus imbatibles mañanas.

Muchos años después, y ella nunca lo sabrá, un estanque refleja el mismo gesto, mientras todo el jardín magnetizado vierte sus miradas en la gravedad y el esplendor de su presencia. El aire entonces se electriza y todo vuelve, y despiertan otra vez las promesas de la belleza perdurable, de la inocencia arrasadora, de tener en la ciudad la clave exacta de su felicidad y su dulce dominio. Es así, cada día, con todas las muchachas que siempre han sido: las que van a ciudades brumosas y regresan en triunfo, las que bailan sobre el filo siempre de la belleza, las que le dan una cara invencible a todos los afanes, que los justifican y, a veces, los cumplen.

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Una torre que logra levantar su ingenua estatura se vuelve siempre un estadal contra el que la vida a su alrededor se mide. Algunas lo hacen con ignorante torpeza, otras con fatal soberbia, unas pocas establecen su presencia con justa gravedad, con alegre estoicismo. Todas caerán: es cuestión de un parpadeo en el latir del universo. Pero, mientras duren, las torres justas darán cuenta de una serena nobleza, irradiarán a lo lejos un cierto resplandor, proclamarán la voluntad de los hombres por ver más lejos, por, quizá, ser merecedores del cielo al que, nunca, habrán de alcanzar.

jpalomar@informador.com.mx

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