Miércoles, 24 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. El jardín nunca visto por nadie. No está en ninguna parte, no tiene peso ni materia. Vuela, se esfuma, aparece de repente pero nomás para los ojos de los niños. Mide tres pasos por cuatro en edificios lastimosos de la zona vieja de Medellín, nueve metros cuadrados en un chalet ridículo de la peor banlieu de París, dos varas en un balcón de Calcuta, un cuadro mínimo en una azotea de Santa Teresita, una jardinera redonda en la esquina de Juan Cano y Estudiantes en México… Los campos de golf, por ejemplo, no son jardines: son lugares de pedestres negocios y arduas y peculiares competencias, muchas veces por dinero.

Las princesas de los countries se apresuran a comprar departamentos más o menos apeñuscados en torres más bien pretensiosas pero con “bellísima vista” al golf. Se engañan. Un caso hay de una casa que está entre uno de estos campos de golf y un mínimo parquecito triangular y gracioso: ¿a dónde saca la princesa del caso a hacer pipi a sus perros? ¿Dónde juegan los niños y se besan desaforadamente los enamorados? En el parquecito, por supuesto. El campo de golf es una benéfica extensión de zacate y árboles, punto. El día en que esos recintos para, generalmente, nuevos ricos, tengan un sentido social y se abran a la gente comenzarán a ser jardines… a lo mejor pasa esto con los nuevos tiempos políticos de los que vagamente llegan noticias hasta la pérgola.

Pero estábamos en lo del jardín nunca visto. Jura el viejo maestro jardinero que en su jardín se apareció uno. Un jardín dentro de un jardín. Pero luego lo buscó y ya no lo halló. Dice que olía a madreselva y lama, que su pavimento era de barro y tenía unas curiosas bancas de ladrillos, un murmullo apenas audible de agua. Dice además que en un muro tenía raras inscripciones indescifrables sobre piedras empotradas. Azorados, maestro y aprendiz lo buscaron otra vez: nada. Se seguirá informando. (Foto de Jose Dávila.)

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Lo que falta por ver: Pompeya, San Michelle, Casa Malaparte, el palacio del Gatopardo en Palermo y el de Donafugata…la isla de Ischia, Amalfi y su costa vertiginosa. Tanta cosa que un pie partido cancela. Pero otros dones trae el cielo a cambio: tres o cuatro días bajo una pérgola en una azotea napolitana, una muchacha roja y bellísima que llegaba al atardecer a preparar los spritz, a contar sus maravillas. Así será por siempre: la Providencia sabe sus caminos, el guardagujas se guarda sus designios y los trenes corren por la noche sin muy bien saber a dónde van. Lo que es tenía que ser, todo lo pasado fue necesario, y el futuro será lo que habrá de suceder ineluctablemente, dice en alguna parte Lao-Tse. No se gobierna apenas nada, en cualquier instante un ignorado aneurisma puede detener para siempre estos precisos renglones.

Ah, pero Nápoles tan tapatía, y Guadalajara tan napolitana. Y quien no lo crea que se anime y vaya. Las mujeres más esplendorosas están en ambas puntas del camino.

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Viejas invenciones de una cruz de Jerusalén. Es de madreperla y olivo. Se encontró gracias a los azares de octubre. Vino, parece, de junto a un muro muy remoto, donde se dice que la gente mete humildes papelitos con sus peticiones, penas o agradecimientos en las junturas de las enormes piedras del portentoso templo desaparecido. En realidad son cinco cruces: la central y cuatro alrededor. Díaz Morales tenía, al final de su pérgola de Zapopan, una gran cruz de Jerusalén de noble cantera que había estado en San Agustín. Ojalá que siga allí. Los cruzados la enarbolaban con ardor y arrojo, a veces con crueldad e injusticia. Pero había que rescatar, a cualquier precio, los santos lugares de las manos del infiel. Marcel Schwob escribió un libro maravilloso que se llama La cruzada de los niños. A Juan José Arreola lo hacía alucinar. (La chairez se azotaría al infinito, pero la chairez no sabe quién es Schwob, o sea que todo bien.) Todo para decir que sobre el tablero de la vida, sobre el libro abierto,  cuelga ahora la pequeña cruz. Curiosamente, la madreperla sigue fosforeciendo con todas las luces del taller apagadas. Roxy Music canta: Ah Madreperla/ no te cambiaría/ por otra muchacha/ divina intervención/ siempre es mi intención/ así que me tomo el tiempo// he buscado algo/ que siempre quise/ pero jamás fue mío/ pero he visto ahora a ese algo/ apenas fuera del alcance, resplandeciendo/ muy a lo Santo Grial/ ah madreperla/ dama de damascos/ de un mundo sagrado…

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Desde Pompeya, una muchacha de hace dos mil años sigue intacta. Su pelo es un fuego fatuo y rojizo. Los pómulos altos, la mirada de verde lumbre. A veces cuenta, cuando está de buenas, algo del temblor, del veneno, de la lava y el humo, todo de lo que sobrevivió impávida. La mayor parte del tiempo, sin embargo, calla y su leve sonrisa es una adivinanza letal. Muchacha de Pompeya, sangre inmemorial, senos enhiestos como para la batalla, un aura imposible te corona y te guarda. Estos ojos que te vieron llevan ya por siempre jamás una como bruma en donde, todas las noches en el balcón, comparece tu imagen y la luna es entonces tu pedestal. Cómo olvidarte, cruel. 

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Un conocido pide con comedimiento la publicación en estas páginas de su versión de un poema-letra de una banda llamada House of Love. Va.

Cristina

Cristina todavía camina hacia mí
Aún habla conmigo
Cristina, tan honda la pérdida
Y el niñito lloraba
Cristina, Cristina

Y el mundo entero nos arrastró
Y el mundo entero escoró

Cristina, estás aquí, prístina
Con tu brillo de diosa
Cristina, Cristina,
El corazón y la gloria mías
Caos y el océano inmenso

Cristina, todavía caminas a mí
Y me sigues hablando
Cristina, Cristina, Cristina

Y el mundo entero nos arrastró
Sin un soneto ni un sonido
Y el mundo entero se escoró
Y la mano más cruel hizo un guiño

Cristina

jpalomar@informador.com.mx

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