Miércoles, 24 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Llegó con la tranquilidad que dan las buenas obras: la lluvia de adueñó de la madrugada y estuvo largamente lavando la ciudad oscurecida, los árboles serenos de la estación, las frondas que siguen, horas después, estilando las gotas bienhechoras. El primer pájaro, puntual, esparce la poderosa noticia de su amanecida, y el coro que poco a poco se une a sus trinos teje una melodía siempre distinta y siempre reconocible. Es la red de bienaventuranzas que atraviesa los siglos, la hermandad que los pájaros dejan a su paso, que cada mañana renuevan. El guayabo de los frutos rojos cumple su estival entrega: pequeños planetas realizan ahora las sutiles parábolas que su savia determina. El íntimo sabor del verano.

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El arco que los jazmines trazan al remate de la pérgola se expande gozosamente, forma una verde cortina que el maestro jardinero juzga excesiva. Experto en transiciones y cerramientos, su ojo calcula el equilibrio entre la evidente gracia de las incursiones del jazmín y sus inconveniencias para las diarias labores, para la perspectiva que se sabe esencial. Unos cuantos tijeretazos certeros, algunos arreglos suplementarios con nudos y mecates. El maestro deja una lección de pragmática eficacia y de gentil respeto por la vitalidad que las décadas no merman en los afanes de la enredadera. Con gesto adusto señala su trabajo, acuerda el resultado. Y con la laboriosa pausa que imprime a sus labores encara el curso de la jornada.

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La dame brune. Georges Moustaki y Barbara. Corre el principio de los sesenta y la diva está todavía en lo más alto de su belleza. El cantor se ha inventado una tonada con la que busca convencer suavemente a la dama morena de venir a su lado. Versos justos, las notas de la guitarra que dan cuerpo al reclamo.

Por una alta mujer morena he inventado
Una canción al claro de la luna, algunos versos

Si jamás elle la oye un día, ella sabrá
Que es una canción de amor por ella y por mí

La puesta en escena recoge las estrofas que se van contestando, la distancia que se acorta entre el trovador y la musa. La voz de Barbara, cortante y de increíbles resonancias, se alterna con el reclamo pausado de Moustaki, mecido en su guitarra de fortuna. Una escena, transfigurada por la música, que recrea el inmemorial asedio de una mujer y un hombre al insondable misterio de la cercanía, el encuentro.

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La Serenísima sigue vibrando en la memoria. La densidad de sus prodigios, la inacabable maravilla de sus laberintos, los reflejos verdes y dorados de sus aguas que confieren a los muros una pátina cambiante, inaprehensible. La perspectiva se alterna entre los breves recorridos del ojo por un callejón que se sabe, de alguna manera, inacabable, y las deslumbrantes y amplísimas perspectivas de la laguna, del Gran Canal y su desfile de palacios aún más suntuosos en su tranquila decadencia. Pocas ciudades sufrieron, a lo largo de los siglos, tantos embates y mudanzas. Venecia pervive a los ejércitos enemigos, a las múltiples ocupaciones, a la invasión de las muchedumbres, al desgaste de sus mismos cimientos acuáticos. Es así como la lección de avasalladora belleza, y de serenidad, constituye por siempre un inapreciable don que la ciudad generosa confiere a quien pasa, a quien con calma la considera.

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Como quiera que la escena sucedió, el resultado es de una sobrecogedora intensidad. La iglesia de Saint Eustache está vacía. Sus columnas y arquerías brillan bajo la luz de los vitrales. El ritmo de las sillas marca los lugares que por siglos generaciones de fieles han ocupado. Nadie está ahí ahora: misteriosamente están todos. De repente sucede lo indecible, cuando un ciervo magnífico aparece. Con paso sereno, como quien vuelve a un lugar tantas veces conocido, se detiene con respeto, recorre el presbiterio con una concentración que parece de otro mundo. Sabe el ciervo que su estampa y naturaleza se han unido desde siempre al patrono de la iglesia. Es tal vez por eso que vuelve a mirar naves y ámbitos como quien sabe que regresa a su casa. La cornamenta magnífica se recorta contra los dorados del altar, el tiempo se detiene, un distinto recogimiento que confiere la evidencia del portento desciende como un callado himno. Las llamas de las velas oscilan levemente. Termina la visión, y queda en el ánimo la huella indeleble de la pura belleza del ciervo que así confirma el aura sagrada de una arquitectura que, por insondables caminos, esperaba la insólita liturgia de este día.

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La torre cumplió su arduo recorrido ascendente. Como a todas las torres que han sido le aguarda su orgulloso transcurso, los panoramas que desde allí se habrán de dominar, los incontables recorridos a las alturas, a la tierra firme. Una idea que un día germina, que encuentra trabajosamente su materialización, que a veces dura vidas enteras para completar su estampa, para volverse parte del paisaje donde ahora es una señal, una marca. Puede ser el macizo torreón de una iglesia primitiva, la explosión de fuerzas que el gótico entramado levanta, las orgullosas atalayas de algún pueblo italiano, las estupas prodigiosas del oriente lejano, los rascacielos altivos o utilitarios de las modernas ciudades. Una torre nace de sus cimientos, pero también encuentra su asiento en una cristalización inefable de aspiraciones y pulsiones muy hondas que buscan establecer una sencilla afirmación: aquí vivimos. También, irremediablemente se sabe: en algún día del futuro incierto las torres volverán a ser aire, su lugar será de nuevo ocupado por el puro espacio.

jpalomar@informador.com.mx

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