Martes, 23 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Transcurren las aguas. La bugambilia da muestras de su poderío y el guayabo se alegra serenamente en su rincón. Los grandes charcos de cada año duplican el paisaje de las calles y generan, con el tráfico, uno de los cíclicos sonidos del verano. Con ciertos titubeos, las tormentas vespertinas encuentran su ritmo y su horario. Pájaros dorados que es dudoso haber avistado en el jardín realizan vuelos rasantes, establecen animadas conversaciones, desaparecen en el aire vivo. Rotundas gotas anuncian el ritmo de la hora, van cubriendo con paciente trabajo los peldaños, forman un manto que después resbala escalera abajo. Rituales de la temporada, mientras el jardín acopia calladamente la fuerza que habrá de propiciar su navegación. El joven granado prospera: toda su estampa comunica el vigor de una savia reciente.  

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México. El avión nocturno toma altura y aparece la infinita constelación de las luces de la ciudad. Bajo el cielo cerrado sus destellos parecen más vívidos, más cercanos. Millones de vidas prosiguen sus afanes y el ir y venir de los faros revela un latido entre tantos de la ciudad insomne. De repente, el panorama cambia misteriosamente y aparece un extendido archipiélago de corales que va mutando su conformación vertiginosamente. Girones de nubes propician el espectáculo en el que las islas a la deriva forman poblados de fábula que instantáneamente cambian, se transforman, se ocultan tras otra oscuridad. Pasajeras comunidades a las que sólo presta cuerpo el capricho del viento, las corrientes del aire inescrutable, el milenario curso del universo. Algunas estrellas asoman, y se corresponden con las señales terrenas. Luego, la tiniebla de la capa más espesa de las nubes, y el avión emerge bajo las constelaciones impasibles. Vuelo nocturno.

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Naxatras, banda griega. Un rock duro, casi esencial. Traslucen, sin embargo, los ecos inmemoriales de la música de su tierra. Las cuerdas lo revelan, ciertas armonías que descienden por las generaciones, un ritmo que hace recordar navegaciones, batallas, victorias bajo el sol de las islas. Cavilaciones sobre la permanencia de la memoria, sobre el torrente vital que informa todavía las músicas de estos tiempos, al contacto y al contagio del trepidante y ubicuo avance de todo lo que viene.

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Mal de Stendhal. Tanto por ver, tantas arquitecturas a considerar, miríadas de paisajes a guardar en la memoria: el ánima no se resigna a no dar cabida a los prodigios, a no guardar por siempre el testimonio nutricio de la belleza del mundo. Pero siempre es demasiado, y el corazón se contrista cuando ve superada su capacidad para albergar la maravilla. Puede ser el reflejo del sol sobre unos acantilados, la curva inigualable de un torso entrevisto en el último rincón de un museo, el callejón que –humilde- guarda todos los secretos de una ciudad que ha pasado bajo sus umbrales a través de los siglos. O puede ser una música que de tan olvidada se vuelve familiar, el gesto furtivo de una muchacha esquiva, el resplandor de un palacio cuya estampa duplica un agua quieta. Y sin embargo, un sedimento va quedando cuando cesa la sucesión de maravillas, cuando la fatiga nubla el recorrido, cuando una penumbra cobija el apretado resumen de las fatigas del día. Vagamente, quien pasa sabe así que nada está perdido, que por ignotos caminos trabajan en él la vasta contemplación, los fortuitos encuentros, la luminosa visión del esplendor de un planeta, de unos paisajes, de una ciudad que, por cambiar, siempre es la misma.

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Alguna vez, el célebre fotógrafo Jacques Henri Lartigue, escribió una parrafada iluminadora:

Cuando era aún muy joven, un pequeño ser humano no todavía formado o moldeado, no todavía dominado por la filosofía de los adultos de tomar la vida como es…Estaba siempre buscando más, por la pura felicidad. Y así, de vez en cuando, la encontraba. Entonces la sostenía suavemente, por los hombros, por así decirlo, y decía: `Ahora, quedémonos muy quietos los dos, para que así pueda mirarte fijamente a la cara, con toda la fuerza que tengo en mis ojos nuevos…’

Y con toda naturalidad, con toda sencillez, esta felicidad me obedecía y se quedaba tranquilamente delante de mí, todo alrededor, dentro de mí. Entonces de repente desaparecía con igual sigilo, se desvanecía.

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Ante un Morandi. Los muros del museo destellan con muy variados registros. Es la colección que, al borde del Gran Canal, Peggy Guggenheim reunió a través de su vida. Se diría que la luz veneciana imparte a cada obra una calidad etérea e inasible, un prestigio cuya naturaleza nos escapa siempre. Sentado al final en un patio, recolectando impresiones, reencuentros y hallazgos, quien pasa repara casualmente en una pequeña ventana, muy al fondo del espacio. Vuelve instantáneamente la memoria de otras ventanas, tras las que el azar acumuló objetos disímbolos. Y las enigmáticas composiciones de Morandi, quizá aquí contempladas, tal vez simplemente evocadas por la visión de la pequeña ventana. Una vibración que fija la mirada, un leve movimiento que dispersa la imaginación: la materia que se transfigura, al humilde recuento de unas cosas que se vuelven tan ajenas como próximas y propias. Los árboles del patio se mueven levemente con la brisa de la laguna, un lápiz intenta fijar la cruel fugacidad del instante. De alguna manera, todo esto Morandi lo sabía. Y la conciencia de que, por inescrutables caminos, la química de lo aprendido decanta de repente, en una imagen, todos los caminos que la mirada ha recorrido.

jpalomar@informador.com.mx

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