Miércoles, 24 de Abril 2024

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Diario de un espectador

El jardín es un continuado juego de equilibrios...

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Atmosféricas. El jardín es un continuado juego de equilibrios. Bien que saben sus contingentes los límites de sus ámbitos, la capacidad nutricia de la tierra, la cuidadosa dotación de agua, el aire mismo del que viven. Un juego de pactos, amagos, silenciosas invasiones y prudentes retiradas rige la existencia de plantas y árboles. Corresponde al ojo del jardinero juzgar cada situación, poner orden, moderar excesos, alentar crecimientos. El entusiasta muicle, por ejemplo, debe ser contenido, y el gran helecho necesita ser liberado de una enredadera que juzgó apropiado hacerle complicada compañía. Guiar otra vez la madreselva, acomodar la bugambilia del último rincón, plantar otra mancha de los pastos de floración amarilla que tan bien parecen aclimatarse. Trabajo que nunca termina, que pasa de unas a otras manos a lo largo de las décadas.

Cabe preguntarse, sacar cuentas de los resultados de estas dilatadas labores. Puede ser la intransferible y personal epifanía que cada uno de los que llegan al jardín recibe cuando de verdad se detiene a considerarlo, cuando la invisible oleada de felicidad lo alcanza. Puede ser el aura de contento y justeza que envuelve las conversaciones a su vera, los juegos infatigables de los niños, las pausas de intercambios de impresiones sin duda memorables. La amable presencia de tantos que por aquí pasaron y dejaron labores, dulces de membrillo al sol, claros ratos de suave contentamiento. Y más puede ser la ininterrumpida labor del jardín en su aparente soledad, los días giratorios, las noches bajo el amparo de la penumbra. Una viviente maquinaria que no ceja en emitir frescura, sombras, aire limpio, serenidad. Y la imbatible esperanza en el futuro.

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Por el camino a San Gabriel. Se afianzan los muros de angulosa piedra. Los patios comienzan a recibir los pasos para los que fueron pensados. La nave, con sus últimas luces estrenadas, da razón de la íntima vastedad de la casa. Tres, cinco caballos se sombrean bajo un mezquite viendo pasar las horas, triscando. Sobre el lienzo del gran ventanal del sur se dibuja el cambiante panorama que entrega y oculta la lejanía, el Llano Grande, los volcanes. Cada una de estas fugitivas imágenes embarga a la nave de un distinto talante, de una irrepetible atmósfera que le da un particular latido. Y cuando los grandes postigos se cierran una penumbra que guarda misteriosamente todo lo visto desciende desde la techumbre de reflejos de oro.

Una cámara discreta guarda otra naturaleza de penumbras, en las que hilos de agua hacen relumbrar los bravíos mantos de piedra. Morosa fuente en la oscuridad, fiel cimiento de claridades, clave de la morada. Luego, fogones y utensilios, manos sabias que entregan los milenarios alimentos terrestres. El pan de los años mozos, la apacible reunión alrededor de la gran mesa reciente. El vino del trabajo compartido, de la duradera amistad. El jardín prosigue su acuerdo con el paisaje todo. Plantas y semillas arduamente colectadas, terraplenes que recuperan la topografía primigenia, grandes piedras que hallan su vocación. Los noveles árboles ya despuntan y, vistos detrás de uno de los muros, entregan el poderoso misterio transparente de su estampa contra el cielo clarísimo. Juzgar la pertinencia de un emplazamiento, descubrir otro que lo aventaja, fundar un sitio que encontrará su eco en el jardín, en el paisaje inacabable. Y el estanque comienza a esparcir su manto de asombro.
Demorarse en el dispositivo largamente meditado para hacer justicia y homenaje a todo el ámbito, para entregar a quien llega toda la belleza y el poderío del mundo contenidos en una precisa perspectiva del sur indómito y generoso. Pasajes pétreos, rumor de los guijarros bajo las huellas, juegos del sol en los paños oscuros, en el lienzo del cielo y las nubes cambiantes. Patio después, contenido y reconcentrado en una sola, enigmática piedra. Y el final tránsito rumbo al encuentro de una explanada que, como una vasija, recoge todo el poderío y la devastadora belleza del campo abierto.

Tardarse también largamente en el jardín del bebedero, en el lugar de las recepciones y las despedidas. Dos caballos tranquilos y futuros aparecen bajo el sol que declina. Una pequeña plaza, al fondo del pasaje umbrío, encuentra al fin su lugar. Rinde la jornada, los operarios avanzan rumbo a su camino a casa, el gesto fatigado y satisfecho de quien bien ha entregado sus afanes. Y vuelta. Una casa que navegará así bajo el cielo clemente. Para la medida de una niña, para los sueños de sus mayores, para el deslumbramiento de los convidados, para el cotidiano milagro de estar vivo.

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Paralelas lecturas de algunos pasajes de Paul Claudel:

La dicha de algunos pertenece, por un misterio de caridad, a todo el mundo.

Sabemos que el mundo es efectivamente un texto, y que él nos habla, humilde y gozosamente, de su propia ausencia, pero también de la presencia eterna de alguien más, a saber, de su creador.

Es lo que no se comprende lo que es lo más bello.

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Fidelidad al árbol que rajó la barda. Apareció hace ya muchos años. Una semilla voladora fructificó en el lugar preciso. El guamúchil se dedicó entonces, en medio del macizo de calmosas sansevieras que le otorgaron acojo y bienvenida, a su intemporal vocación de crecer y fortificar su reinado. Pródigo, pronto empezó a entregar sus vainas a cuyo puro olor queda convocado el primer día del mundo, los días indelebles de la infancia campirana. El imparable trabajo de sus raíces transcurrió en el tiempo. Al final, terminó por ladear levemente al vecino muro de adobe. Mucho después aparecieron ciertas grietas, avanzó el desplome. Ni por un momento pensar en molestar al árbol: la cuadrilla de los albañiles, con la sabiduría de su oficio, atiende los daños, cura las grietas, devuelve la plomada pasajeramente perdida. El muro de Prisciliano Encarnación, del foringo y del remolque de la fantasía que a su sombra duraron está otra vez en su lugar. El guamúchil prospera.

jpalomar@informador.com.mx

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