Jueves, 28 de Marzo 2024

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De cómo Fidel Castro ha influido en Platón

Por: Rosa Montero

De cómo Fidel Castro ha influido en Platón

De cómo Fidel Castro ha influido en Platón

No es fácil enseñarle la realidad a quien se empeña en estar con los ojos cerrados. ¿Qué podemos hacer con esa gente?

Einstein y Fidel Castro han influido decisivamente en el pensamiento de Platón. Ahí queda eso. Cómo, ¿que te parece un disparate? Pues exactamente igual de disparatadas son las teorías negacionistas y conspiroparanoicas que brotan como champiñones por doquier. La frase se la escuché a mi amigo el físico teórico José Edelstein; él opina, con más razón que un santo, que la burricie antivírica prolifera al amparo de la ignorancia científica que buena parte de la sociedad padece. Porque se da la paradoja de que habitamos en una sociedad hipertecnológica, pero la gran mayoría de los ciudadanos vive de espaldas a la ciencia. Y así, todo el mundo sabe más o menos quién es Shakespeare, aunque no lo haya leído; pero mucha gente no sabría responder a cosas tan básicas como por qué vuela un avión. Y no me refiero a una respuesta rigurosa sobre la complejísima mecánica de fluidos, que la verdad es que no hay quien la entienda, sino a una idea aproximada, un barrunto al mismo nivel que el conocimiento elemental de Shakespeare (por ejemplo: vuela colgado del vacío que se va creando sobre sus alas).

Por eso, cuando a mi amigo Edelstein le vienen con las típicas tesis peregrinas y necias, él contesta, entre desesperado y didáctico (al fin y al cabo es profesor), con la frase de Fidel Castro y Einstein, para ver si así logra meter un rayito de luz en las cabezas calcinadas de sus interlocutores. Puesto que es imposible discutir afirmaciones que carecen por completo de base y de lógica, él pone un ejemplo a modo de espejo, como quien dice: por tu incultura científica no te das cuenta de que estás soltando una memez tan grande como esta, pero ya te vale, amigo, ya te vale.

He usado la palabra amigo porque no sé cómo llamar a los conspiratas. Y en realidad me cuesta muchísimo entenderlos. Toda esa gente manifestándose en Madrid o en Berlín, esos zumbados diciendo por las redes que el virus no existe o que es un plan perverso de Bill Gates, esa unanimidad en la alucinación como si se hubieran caído en una caldera de LSD, es algo que me deja estupefacta. Una hasta se siente tentada de explicarse el fenómeno con otra teoría ultraparanoica: no me digas que no parece que los han abducido los extraterrestres. Hay algún famoso por ahí al que se le ha tenido que meter un marciano dentro. Es como vivir en una película de los “Hombres de Negro”.

Por detrás de esta hoguera delirante hay, claro está, intereses políticos avivando el fuego; partidos extremistas, por lo general de derechas, pero no siempre, o dirigentes populistas tipo Trump o Bolsonaro, a los que les interesa fomentar la ignorancia y capitalizar el miedo. Aparte de que muchos de ellos son burros de por sí e incapaces de soportar este trauma. Porque el COVID nos ha impartido una lección de humildad. Nos ha demostrado lo poco que controlamos nuestras vidas. Y es una lección durísima, tan angustiosa que hay gente que no puede sobrellevarla. La pandemia es una descarga eléctrica y a algunos se les han frito demasiadas neuronas. Lo he contado hasta aquí con sentido del humor, pero me acongoja. Me entristece la debilidad de los humanos; que muchos escojan creer a pies juntillas en un disparate colosal porque prefieren una explicación simplista para su dolor, algo que les proporcione un sentido y unos malos a los que culpar, en vez de tener que admitir que no somos más que hormigas indefensas y pataleantes en el caos de la vida. Me compadezco de su miedo, que ellos convierten en rabia, y me avergüenzo de su falta de hembría (que es como hombría pero en versión femenina: lo que viene siendo falta de entereza). Y también creo, y hay expertos que lo corroboran, que una parte de los negacionistas son personas con dolencias mentales que la pandemia ha exacerbado. Víctimas del virus, de otro modo. Esos son los que me dan más pena.

Pero el problema es que sus disparates son muy dañinos y nos ponen en riesgo. ¿Qué podemos hacer con esa gente? ¿Cómo convivir con vecinos que de pronto nos parecen delirantes? No es fácil enseñarle la realidad a quien se empeña en estar con los ojos cerrados. Pero quizá el humor sea una vía; el humor es un arma poderosa contra necedades y pamplinas. Ridiculicemos sus teorías ridículas e intentemos ayudar a los brotados.

ROSA MONTERO/ EDICIONES EL PAÍS S.L

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