Sábado, 07 de Junio 2025

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Cuando el fantasma regresó

Por: Pablo Latapí

Cuando el fantasma regresó

Cuando el fantasma regresó

Era sábado. Veintidós de marzo. La noche caía sobre el Foro Expo. Novecientas cincuenta personas esperaban en la oscuridad. Sabían que algo especial iba a pasar. No sabían qué tanto.

Llegué temprano. Observé. El escenario estaba preparado. Cinco músicos afinando instrumentos. Guitarras. Un bajo. Una marimba. Percusiones que brillaban bajo las luces. Al fondo, una pantalla gigante. Blanca. Expectante. Como un lienzo esperando pintura.

—¿Usted cree que funcione? —me preguntó un hombre en la fila de entrada.

—El cine mudo con música en vivo siempre funciona —respondí—. Es la forma más antigua de contar historias.

Yo mentía. No estaba seguro de nada.

José Manuel Aguilera apareció en el escenario. La Barranca completa: Federico Fong, Adolfo Romero, Navi Naas, Quique Castro. Los conocía de nombre. Habían tocado en la ciudad durante años. Pero esta noche era diferente. Esta noche iban a resucitar un fantasma de 1925.

Las luces se apagaron. La pantalla cobró vida. Rupert Julian. Lon Chaney. El fantasma de la ópera en blanco y negro. Cine silencioso. Como había nacido. Como debía ser.

Entonces sonó la primera nota.

Una guitarra. Melancólica. Misteriosa. Se le unió el bajo. Después, la batería. Suave. Casi un susurro. La música no competía con las imágenes. Las abrazaba. Las completaba. Las hacía respirar.

Lon Chaney apareció en pantalla. Blanco y negro muy primitivo. Su rostro desfigurado. Sus ojos enloquecidos. La música se volvió más densa. Más oscura. Treinta y dos piezas originales que La Barranca había compuesto especialmente para esta noche. Para este fantasma. Para esta resurrección.

El público guardó silencio. Absoluto. Religioso. Como en las catedrales. Como en los teatros del siglo pasado cuando el cine era joven y la música era su alma.

Observé a la gente. Algunos tenían los ojos cerrados. Escuchaban. Otros no parpadeaban. Veían. Todos sentían. La magia antigua del cine que necesita música para vivir. La magia nueva de músicos que entienden que el rock también puede ser clásico.

A media película, una mujer lloró. En silencio. Las lágrimas brillaron con la luz de la pantalla. El fantasma sufría en blanco y negro. La Barranca sufría en colores. Dolor universal traducido en guitarra y batería.

—Es como estar en 1925 —susurró alguien detrás de mí.

No. Era mejor. Era estar en 1925 con oídos de 2014. Era recuperar lo que el cine perdió cuando aprendió a hablar. Era recordar que antes de las palabras estaba la música. Antes de la música estaba el silencio. Antes del silencio estaba la historia.

Al final, cuando Chaney desapareció por última vez, cuando la música se desvaneció en un acorde largo y triste, el público estalló. Aplausos que duraron minutos. Gritos. Silbidos. La Barranca sonrió. Habían logrado lo imposible. Habían hecho que el pasado sonara presente.

Salí del Foro con una certeza: esta siempre Gran Guadalajara acababa de vivir una noche que recordaría durante años. No por la tecnología. No por los efectos especiales. Sino por la magia más antigua del mundo: cinco músicos interpretando emociones en tiempo real para acompañar a un actor muerto desde hace décadas.

El Festival Internacional de Cine había cumplido su promesa más profunda. No solo mostrar películas. Crear experiencias. Momentos irrepetibles. Noches que prueban que el arte verdadero no envejece. Solo espera el momento correcto para regresar.

La Barranca había devuelto la vida al fantasma. El fantasma había devuelto la magia al cine. La Gran Guadalajara había devuelto la fe en que algunas cosas perfectas pueden suceder cuando menos las esperas.

Al año siguiente, La Barranca lanzaría Fatális, el álbum con toda la música de esa noche. Pero ningún álbum podría capturar lo que pasó en el Foro Expo. Algunas experiencias solo existen una vez. En vivo. En directo. En el momento exacto en que un fantasma de 1925 decidió regresar a casa.

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