En el artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se establece que “toda persona tiene derecho a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar”, y que “toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible”. Este mandato constitucional implica una exigencia doble: por un lado, una obligación activa del Estado de garantizar estos derechos; por otro, una distribución equitativa de los bienes comunes que son indispensables para la vida. Entre ellos, el agua es el más básico y el más amenazado.La interrelación entre el acceso al agua potable y el derecho a la alimentación adecuada es estructural: sin agua no hay cultivos, no hay higiene, no hay posibilidad de preparar ni conservar alimentos. La seguridad alimentaria, tal como ha sido conceptualizada por la FAO, depende directamente del acceso a recursos naturales fundamentales. Sin embargo, en México las condiciones estructurales están fracturando esta interdependencia: la sequía severa y extrema se ha generalizado en regiones tradicionalmente agrícolas, afectando la disponibilidad y calidad del agua. A esto se suma una red de distribución ineficiente y profundamente inequitativa.De acuerdo con los datos más recientes del INEGI, en al menos 22 de cada 100 viviendas no hay agua entubada al interior de las viviendas; y de aquellas que sí disponen de conexión domiciliaria, menos del 70% recibe agua de manera diaria. Este es la expresión cruda de una injusticia ambiental y social estructural.Debe considerarse, además, que somos un país en que año con año se establecen nuevos récords de altas temperaturas, y donde existen más de cinco millones de viviendas sin refrigerador. Este dato tiene implicaciones graves para la salud pública: la conservación inadecuada de alimentos propicia el desarrollo de infecciones gastrointestinales, bacterias y parásitos, particularmente en niñas, niños y personas adultas mayores. La ausencia de refrigeración debe ser entendida como un vector de enfermedad, vulnerabilidad y muerte evitable.Hay, además, una profunda geografía de la desigualdad: los Estados más pobres, como Chiapas, Oaxaca o Guerrero, donde se registra menor acceso al agua, son también los que disponen de las mayores reservas hídricas del país. Este dato permite dimensionar la lógica de apropiación del agua. En esa lógica, la acumulación de la riqueza y la privatización del agua para fines industriales, agrícolas intensivos o inmobiliarios de lujo, se contraponen severamente a la sed de millones.No basta con reconocer derechos en abstracto: es necesario transformar las estructuras de acceso, uso y control de los recursos naturales. La justicia no puede pensarse sin ecología y la ecología no puede sostenerse sin justicia. En efecto, la crisis del agua en México no es solo de infraestructura o de gestión pública; es una crisis civilizatoria de la relación entre el ser humano, su entorno y su comunidad.Es urgente articular una nueva estrategia nacional de equipamiento básico en viviendas populares. El acceso al agua no puede depender de tandeos irregulares ni de pipas privadas. Se necesita una red de derechos articulada a partir de acciones clave: captación de agua de lluvia a nivel domiciliario y comunitario; instalación masiva de calentadores solares de agua en zonas de alta radiación solar; fomento a los paneles solares para la generación distribuida de energía en viviendas; reforestación urbana desde las viviendas, promoviendo huertos de traspatio y techos verdes; y la inversión en sistemas de saneamiento y almacenamiento que garanticen agua limpia, saludable y permanente en todos los hogares del país.Esta estrategia debe pensarse desde un nuevo contrato social ecológico, en el que se redefina la responsabilidad del Estado, de las empresas y de la ciudadanía. El modelo de desarrollo basado en la extracción, privatización y acumulación es incompatible con la sostenibilidad y con los principios más básicos de justicia social. Lo que se requiere es una redistribución radical de los recursos, una democratización de la infraestructura básica y una transición hacia formas de vida compatibles con los límites ecológicos del planeta.