Jueves, 18 de Abril 2024

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Ahora sí o ahora tampoco

Por: Augusto Chacón

Ahora sí o ahora tampoco

Ahora sí o ahora tampoco

Nadie es de ninguna parte, cada sitio en el que estamos es nosotros, de nosotros, con nosotros, para bien y para mal, en salud y enfermedad. “El Rey Lagarto”, poeta, decidió anclarse a un lugar en el que no nació, se pertenecieron mutuamente, ambos se soñaron y en las calles, las playas y en los freeways como serpientes, los ensueños y las pesadillas, se volvieron canto: “No tocar la tierra / no ver el sol / nada que hacer sino / huir, huir, huir / huyamos.” ¿De dónde eran los jesuitas Javier y Joaquín asesinados en la sierra rarámuri en Chihuahua? Qué tanto hay en aquellas montañas, en las imponentes soledades de las barrancas y sus bosques, en la gente de allá, de las sucesivas generaciones de misioneros de la Compañía de Jesús. Rarámuris y jesuitas se imbricaron secularmente, moldeándose por turnos, y con el territorio, uncidos a la fe y a la esperanza que renovaban en colaboración igualitaria, hasta que los ajenos a las nociones elementales de comunidad, de solidaridad y de respeto, llegaron o brotaron ahí mismo para atormentar, para matar, para depredar, reescribiendo, actuando y dirigiendo el drama milenario cuya trama alude a la posibilidad criminal de fundar reinos a costa de las vidas de la mayoría; posibilidad que esta vez, allá, germinó propiciada por la tolerancia interesada de los que están obligados, y no lo hacen, a privilegiar esas nociones elementales de comunidad, de solidaridad, de seguridad y respeto mutuo.

En un incendio, cuál es la llama más dañina: la que inicia la conflagración o la que brota porque lo incendiado recibe más combustible. De los gases efecto invernadero que comprometen el bienestar de los humanos en el planeta, cuáles son los más peligrosos, los que la Revolución Industrial puso inauguralmente en la atmósfera hace más de dos siglos o los que cada cual y cada nación agregan día con día merced al modo de vida, a los hábitos de la economía que se sostienen en la indolencia implicada en la actitud: el problema es de todos y son esos “todos”, no yo, quienes deben hacer algo por sanar la Tierra. En la estadística de personas muertas por homicidio doloso, cuál es la importante, la que con su asesinato principió la cuenta o la que se añade luego de varios centenares de miles que corrieron la misma, terrible, suerte. En el miedo que produce vivir en una ciudad, el que se mide con encuestas, el que se deja ver en los agresivos alambrados de púas que aíslan las casas, el que mana de los que se encuentran al andar por la banqueta y apartan la mirada para no verse, no vaya a ser que alguno quiera dañar al otro, a la otra, de ese miedo ambiental, vapor venenoso, cuál es el que cuenta principalmente, el que se siente de uno en uno o el que aparece en gráficas coloridas que muestran que ocho de cada diez, cuando les preguntan, luego de un instante de reflexión, responden que viven prendidos a un miedo constante. La rutinaria gráfica de la inseguridad percibida es nota al pie de página de la desigualdad, es reflejo del cinismo de los gobernantes y de sus socios delincuentes (voluntaria o involuntariamente adquiridos), es triunfo de la codicia como principio ético, es el humo de la máquina que impulsa al creciente apartamiento individual y a la desconfianza que condicionan las formas de vida. “Nada más que hacer sino / huir, huir, huir”.

Uno creyó tener un atajo para sustraerse de la estadística: el templo de San Francisco Javier, en Cerocahui, Chihuahua. Fuga inadmisible para los señores que a balazos crean símbolos para colonizar el imaginario: para ellos era matar o dejar abierta una vía que podría drenar su poder. Asesinaron al perseguido y a sus protectores, Javier Campos y Joaquín Mora, de la Compañía de Jesús. El templo, la pobreza de las comunidades de las que es centro; los jesuitas con su empeño en el siglo XXI por revertir las injusticias de las que son testigos desde el siglo XVII; los criminales exprimiendo la sangre y los centavos a los más pobres; el gobierno, los gobiernos, con la mirada hacia ellos mismos y tratando de fijar la realidad con soplidos de retórica; el monte de la Tarahumara vaciándose de árboles, de minerales, de paz y de lo que por milenios ha representado para las mujeres y los hombres rarámuris. La metáfora nos interpela, lo sucedido en Cerocahui no colma el vaso: revela la composición del líquido viscoso y pútrido en el que unos sobrevivimos y muchas y muchos no. Metáfora porque lamentar y condolerse por lo sucedido en Cerocahui es alzar la mirada al resquicio por el que una luz aún se cuela: podemos hacernos cargo del dolor de las víctimas, de las circunstancias en las que llegaron a ser eso, víctimas y, sobre todo, podemos señalar a los que armaron la trama que en el acto segundo del drama que México es hoy, dejó tendidos en un templo a tres que nos representan. 

Tal vez podamos reescribir el tercer acto, si concordamos en que Cerocahui no debe quedar como un pasaje más al horror, como no debieron quedar de ese modo ninguno de los crímenes desde que comenzamos a registrarlos. La voz del “Rey Lagarto” en “Cinco a uno” hace un balance: “Ellos tienen las armas / bueno, nosotros tenemos la cantidad / vamos a ganar, sí / vamos a tomar el control”. Parece utópico, mera sensiblería. Tal vez no podamos reescribir el tercer acto, quizá el segundo todavía no concluye y lo peor esté por venir: las vidas y el territorio entero supeditados a la voluntad de los corruptos y los criminales, orgánicamente mezclados. Por lo pronto, algo ganaríamos si entendemos que Cerocahui no se refiere a un allá y a unos ellos ajenos; esa lejanía aparente y el plural son formas de una proximidad real y, si ponemos atención, gritan yo de manera estridente.

agustino20@gmail.com

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