Jueves, 18 de Abril 2024

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A treinta años de El cine es mejor que la vida (I)

Por: María Palomar

A treinta años de El cine es mejor que la vida (I)

A treinta años de El cine es mejor que la vida (I)

A finales de 1989 Emilio García Riera puso punto final a su libro más personal y entrañable, El cine es mejor que la vida, que al año siguiente fue publicado por Cal y Arena y premiado con el Villaurrutia.

Una de las amigas de Emilio, Ángeles Mastretta, escribió que “las alegrías, al contrario de la felicidad, llegan para quedarse. Hablar de Emilio, recordarlo, sigue alegrando nuestro ir y venir por la vida”. Para traerlo a la memoria, ahora que cumple el 11 de octubre diecisiete años de muerto (y que bien necesitada está la patria de alegrías), va este artículo cuyo único mérito es haberle gustado.

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La nostalgia es lo mejor de todo

“El título de este libro no promete una autobiografía, sino un cotejo de la vida con el cine”, advierte García Riera (aunque, mañosamente, allá por la página 45, cuando el lector, totalmente enajenado y enormemente divertido, no se puede arrepentir). El cine es mejor que la vida es muchas cosas al mismo tiempo; entre otras, recoge una serie de artículos que, bien hilvanados en los tres capítulos (“La vida”, “El cine”, “La política”), salva así su autor -y es de agradecérselo- del destino inevitablemente efímero de los periódicos en que se publicaron.

Pero para los muchos que han seguido fielmente la larga trayectoria de García Riera desde sus épocas de Novedades y Excelsior hasta sus más recientes de Unomásuno y La Jornada y, cinéfilos devotos o no, aprecian su inteligencia, su buena prosa y su sentido del humor, es un auténtico regalo: todo eso y además el gran personaje desconocido, que hace el favor de contar sus cosas -interesantes, divertidas, conmovedoras- sin tomarse muy en serio. Eso sí: como y hasta donde le da su real gana, cual debe ser.

Ya sería raro que alguien como García Riera no hubiera sentido tentaciones autobiográficas (a tal género pertenece, pese a sus reclamos en contrario, el libro), siendo que clarito dice que “ese extrañamiento ante la realidad tal como se produce y ese deseo de fijación y conservación tienen que ver, supongo, con mi afición al cine, que es en mi opinión bastante preferible a la realidad”. El buen cine guarda selectivamente lo que vale la pena. También la buena literatura. El autor no pierde el tiempo en recriminaciones, amarguras ni lamentos: tiñe de amabilidad los recuerdos, con una nostalgia divertida. Tras enunciar su propósito de “desprestigiar a la vida o a la realidad”, se lanza a defender una visión lúcida, antisolemne y anárquica (“sin nonsense -afirma- la vida no tiene sentido”).

Los grandes testigos del siglo son los grandes nostálgicos. La “nostalgia automática y prematura” que aqueja a García Riera desde la infancia tiene la virtud de devolvernos un temps perdu enormemente entrañable y sabroso (como una magdalena remojada en la “artera cuba libre” de su adolescencia capitalina de los cuarenta, diría quizás el autor, que de repente no desdeña las citas cultas para desconcertar al personal).

Tapatío

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