Jueves, 25 de Abril 2024

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93 años de vida

Por: José M. Murià

93 años de vida

93 años de vida

A Chonita con la mayor solidaridad

Hoy hubiera sido un día de gran felicidad para mi muy querido Maestro Miguel León-Portilla y para todos cuantos lo admiramos, de no ser porque se encuentra postrado en una sala de terapia intensiva de un hospital de la Ciudad de México, en la que nació hace precisamente 93 años el día de hoy.

Las posibilidades de que llegué más allá, con gran dolor, debo reconocer que son muy pocas. No puedo, en consecuencia, desearle “muchos días de estos” pues la sala de terapia intensiva en la que se encuentra recluido desde hace más de tres semanas no es precisamente el lugar idóneo para una celebración.

No habrá pastel ni sus discípulos podrán estar alegres. He de decir que entre ellos se cuenta gente de muy alto nivel académico: no de balde se trata de uno de los intelectuales más lúcidos y con más reconocimientos de nuestro país. Entre otros, cabe señalar que goza de doctorados honoris causa de casi 30 universidades, entre las que se cuentan varias de las más prestigiadas del mundo.

Uno de los últimos y más singulares apapachos académicos se lo dio la famosa Fundación Smithsonian cuando, en 2013 lo declaró “leyenda viviente de la humanidad”.

Nos conocimos hace 55 años y la relación fue creciendo poco a poco pero con gran solidez. No era fácil viviendo en ciudades diferentes. Pero en 1968, durante mi estancia en El Colegio de México, no desaproveché la oportunidad de asistir, aunque fuera de oyente, a su espléndido Seminario de Cultura Náhuatl, allá en la UNAM. Para entonces ya había sucumbido ante su libro “La visión de los vencidos” y dos artículos suyos no se desprendieron de mi cabecera durante mucho tiempo: aquel que mostraba que “el México antiguo formaba parte de la historia universal” y una maravillosa síntesis de la cosmogonía náhuatl en el que dejó claro que se trataba de una verdadera filosofía. Después participó en la revisión de mi tesis doctoral y, claro está, la comunión a que dio lugar cuando mi maestro, José Gaos, se murió en los brazos de ambos al término de mi examen correspondiente, en el Aula Mayor de El Colegio de México.

Luego vino mucho más: cuando me llevó por medio mundo defendiendo la idea de que 1492 no representaba un descubrimiento que debían agradecer a los españoles sino un encuentro, con muy diversas consecuencias de dos mundos que se desconocían el uno al otro por completo.

Su bonhomía y generosidad nos llevó a una relación casi paternal. Él me honró, no puedo olvidarlo, contestando mi discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia y nunca más se perdió la comunión de una férrea amistad y de una docencia constante.

¡No puedo más que confesarlo! Haberlo visto enclaustrado en esa cárcel de vidrio, entre tantos aparatos, me causó tan profundo dolor que me llevó hasta el llanto.
 

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