Jueves, 25 de Abril 2024

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- Guadalupanos

Por: Jaime García Elías

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Era previsible: no bien se anunció la decisión de las autoridades, tanto civiles -incluidas las sanitarias- como religiosas, de cerrar la Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México, del 10 al 13 de diciembre, al efecto de evitar las tradicionales aglomeraciones y reducir los contagios de COVID-19, cuando muchos fieles programaron sus peregrinaciones para otras fechas. (“¡Las veredas quitarán, pero la querencia cuándo!”, dirán algunos. “Hecha la ley, hecha la trampa”, dirán otros…).

Lo esencial es que, sin perjuicio de que la incidencia de contagios se mantenga e incluso aumente a raíz de la afluencia multitudinaria a los centros comerciales con motivo de las compras y reuniones -familiares o sociales- decembrinas, la medida evitó la concurrencia tumultuaria de millones de personas al santuario guadalupano en los tradicionales “días pico”. Se supone que en otras ciudades del país -Guadalajara entre ellas- se tomaron medidas similares.

-II-

El asunto invita a plantear hasta dónde la religiosidad popular es encomiable, y en qué punto deja de serlo…

La creencia en seres superiores y la fe en su capacidad de incidir en la vida, la salud, la felicidad o la suerte de los mortales, ha acompañado, históricamente, a todas las culturas. (El “Detente”  -especie de escapulario cuyo uso recomendaba nada menos que el Presidente López Obrador cuando la pandemia apenas empezaba- se llama así por tratarse de una estampa que portaban muchos revolucionarios devotos, en los convulsos primeros años del siglo pasado, acompañada de una leyenda: “Detente, bala; el Señor está conmigo”).

-III-

Ahora bien: al respaldar abiertamente las recomendaciones de las autoridades sanitarias y al suscribir las decisiones de las civiles, de suspender procesiones y celebraciones y aun ordenar y reprogramar los ritos ordinarios -las misas dominicales, por ejemplo- para reducir el riesgo de contagios, las autoridades eclesiásticas han puesto la prudencia y el sentido común por delante de la fe.

El creyente -en todo su derecho de serlo, por lo demás, aun exponiéndose a ser tildado de fanático o ignorante- acepta que cualquier lugar y cualquier momento son adecuados para orar; el afán de hacerlo a toda costa de manera presencial, mediante devociones como los viacrucis en Semana Santa, romerías como la del 12 de octubre a Zapopan o peregrinaciones como las del 12 de diciembre al Tepeyac, implica un rescoldo de la ancestral idolatría (por definición, “adoración que se  da a los ídolos”; ídolo, a su vez, “figura de un dios al que se adora”).

Así que…

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