Jalisco

Mercado San Juan de Dios: sabores, historia y alma tapatía

Caótico, colorido y entrañable, este emblema de la ciudad es mucho más que un lugar para hacer compras

Un desorden del tamaño del mundo. Aquí adentro se encuentra de todo. Pero todo entendido desde la vasta amplitud de la palabra y del concepto: desde lo esperado hasta lo inesperado, e incluso lo incomprensible. Caminar aquí dentro es perderse entre los colores, ruidos, sabores y olores del mercado; los sarapes y sombreros charros, los huaraches típicos, los fajos piteados y los productos de piel legítima; las palanquetas, jericallas, cocadas, chicles de Talpa y alegrías; pirinolas, loterías, baleros, muñecas, ábacos y otros tantos artilugios de madera; guitarras, violines y acordeones; tripas de vaca lavadas con cloro para el menudo del otro día; tortas ahogadas, mariscos, carne en su jugo, sopes y los misteriosos tacos de dos pesos; tejuino, tepache, aguas frescas, rusas y micheladas; los ungüentos de peyote y otros remedios mansos para calmar todo tipo de dolores, hasta los del desamor, con pócimas de amarres, amansa-machos, ojos de tecolote y esencia de pájaro macua para la prosperidad y la buena suerte.

Los canarios, cotorros, guacamayas y cenzontles cantando entre las jaulas y el alpiste; los pasillos de frutas frescas; la joyería y el barro; los textiles hechos a mano; los diversos perfumes y la jerga aturdidora de los vendedores del mercado; las artes del trueque y el regateo; las banderas del Atlas y las Chivas; las imágenes de Maribel Guardia, la Doña, la Virgen de Guadalupe y otras divas tergiversadas; cientos y cientos de zapatos, tenis, tacones y botas de todas formas y colores. Y en el último piso, como una colmena ascendente e infinita, los corredores con sus puestos de videojuegos, tecnología, hardware, software y películas, como si se encontraran en un solo instante todas las historias habidas y por haber. Aquí dentro hay de todo y para todos, a todas horas y en todos los rincones, y en todas las horas que conforman el tiempo. Un caos feliz del tamaño del mundo.

Se trata de San Juan de Dios, o el Mercado Libertad, uno de los muchos rostros que dan identidad a Guadalajara, y en el que ni una hora ni un solo día bastan para conocerlo en su amplitud. San Juan de Dios es el mercado techado más grande de América Latina, con más de tres mil puestos desperdigados entre sus laberintos ascendentes que conforman su lógica de colmena. Es uno de los sitios obligatorios en un paseo por el Centro Histórico de Guadalajara, tanto por su carácter histórico y su valor arquitectónico como, sobre todo, por su riqueza cultural e identitaria en cada uno de sus locatarios, historias, productos, colores, aromas y sabores, como un universo único: un satélite que orbita en torno a la urbe y que conjuga un ecosistema y una manera de ser.

Presente en la ciudad desde que había un río, testigo de cómo ese río se convirtió en la ahora Calzada; de cómo manzanas de calles se transformaron en la Plaza Tapatía, y sobreviviente de varios incendios, San Juan de Dios ha estado ahí desde que la ciudad es ciudad y ha sido testigo de cada transformación de Guadalajara. Fue uno de los primeros barrios, fundado por el primer obispo de la Nueva Galicia, Pedro Gómez Maraver, quien construyó la capilla de la Santa Veracruz (Templo de San Juan de Dios), que sigue en pie hasta el día de hoy, desde 1750.

El primer mercado -como edificio, pues siempre hubo comercio en la zona, es decir, ya había un mercado tradicional- se edificó en 1888, y la vida le alcanzó hasta 1925, cuando el entonces gobernador José Guadalupe Zuno ordenó su demolición y la construcción de uno nuevo. Fue hasta la década de los cincuenta que el proyecto se inició bajo la batuta del prestigioso arquitecto Alejandro Zohn, nacido en Austria pero nacionalizado mexicano, quien apostó por un edificio moderno acorde con el crecimiento efervescente de Guadalajara.

El enorme edificio con aspecto de colmena, que da rostro a uno de los espacios más típicos de la Perla Tapatía, fue reconocido como Monumento Artístico de la Nación en 2005 por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). “Se procuró tener un cierto orden, pero sin rigidez ni frialdad matemática, sino buscando el ambiente natural y espontáneo que se observa en los mercados callejeros”, diría el maestro Zohn sobre su propia obra, en 1963, en una publicación de arquitectura mexicana de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). “Se trató de hacer un conjunto agradable. Además, se añadieron una serie de servicios públicos y sociales que dan al mercado un sentido prácticamente de centro cívico”.

Aunque su nombre oficial es Mercado Libertad, para los tapatíos -en el habla diaria de las calles, en la lógica de la ciudad y en la manera en que lo compartimos con los visitantes- ha sido y seguirá siendo siempre San Juan de Dios, San Johny y hasta Taiwán de Dios, como un pacto de todos en el que, no obstante, nadie se puso de acuerdo. San Juan de Dios es muchas cosas más allá de un edificio y de su historia: es esencia de la ciudad, es parte de lo que nos da forma, es también comedia y leyendas urbanas, pues es sabido que en sus pasillos coloridos incluso caminan elfos.

También es comunidad, pues en el tercer piso del mercado se encuentra una de las Colmenas del Gobierno de Jalisco, un espacio para promover la cultura, el deporte, el arte, la salud y la educación, propiciando el desarrollo y los espacios seguros para los habitantes del barrio desde uno de los sitios más emblemáticos de la ciudad. San Juan de Dios es un mercado, una porción mínima de la historia, un fragmento de las miles de personas que ahí trabajan y que van ahí a diario, un universo en el que hay que perderse para descubrirlo desde las entrañas, y una de las muchas cosas por las cuales la ciudad es nuestra ciudad. Un alboroto feliz del tamaño del mundo entero.

CT

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