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A una semana de la marcha, ¿qué sigue?

La historia humana ha estado marcada por gritos, independencias, revoluciones, fusiles y monumentos que recuerdan batallas pasadas. Pero este texto no busca glorificar la violencia ni invocar la pólvora: su propósito es más alto, más luminoso. Se trata de recordar que el bien supremo -la justicia, la dignidad, la verdad- no se conquista con sangre, sino con conciencia organizada, con la fuerza serena de un pueblo que decide no rendirse ante la corrupción y la mentira.

La marcha es tan solo un suspiro colectivo, un instante de catarsis que revela el hartazgo. Sin embargo, el verdadero temblor ocurre cuando ese suspiro se convierte en constancia, cuando la indignación se transforma en redes de solidaridad, en reclamos que paralizan la injusticia, en boicots que desarman la avaricia, en quejas que desnudan al poder arbitrario e ilegítimo. Charles Tilly nos recuerda que la protesta es apenas una nota dentro de la sinfonía de la política contenciosa. Erica Chenoweth demuestra que las campañas no violentas, cuando son sostenidas y creativas, han logrado más cambios que las armas. Y Hannah Arendt nos enseña que la violencia y la propaganda son el recurso de los gobiernos que ya han perdido su poder verdadero: el consenso popular. Reprimen a su oposición y manipulan a sus devotos seguidores.

El bien supremo exige paciencia y sacrificio, pero también esperanza. No basta con gritar contra la corrupción; hay que construir alternativas que la superen. No basta con denunciar la injusticia; hay que tejer comunidades que encarnen la justicia. No basta con señalar la mentira; hay que vivir en la verdad, aunque duela, aunque incomode.

El cambio genuino no se mide en pancartas ni en gritos o insultos, sino en la capacidad de un pueblo de perder el miedo y de hacer que el miedo cambie de dueño. Cuando la ciudadanía se libera de la parálisis y el poder comienza a temer quedarse solo, sin el apoyo popular, entonces la historia se mueve a nuevos episodios.

No se trata de promover la violencia -sería irresponsable y suicida-, sino de invocar la fuerza más profunda de la humanidad: la capacidad creativa de transformar la indignación en organización, la rabia en justicia, el suspiro en libertad. El bien supremo está por encima de la corrupción y la injusticia, y solo quienes creen en él con firmeza pueden convertir la esperanza en hechos concretos.

La marcha ya quedó en el pasado, ¿o todavía tiene algo rescatable?

dellamary@gmail.com
 

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