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Un domingo en Tlaquepaque

Calles empedradas. El sol se filtra entre árboles antiguos. Turistas con cámaras. Familias con helados. Mariachis que empiezan a afinar instrumentos. El municipio más mexicano del país se prepara para otro día de ser él mismo.

Camino sin rumbo fijo. Esa es la única forma correcta de recorrer Tlaquepaque: con tiempo, con curiosidad, con respeto por lo que no se puede apurar.

Hace tiempo que muchas tiendas dejaron de ser solo de artesanías para convertirse en auténticas galerías de arte. Como la de Sergio Bustamante. Como la de Rodo Padilla.

Paso frente a los talleres de alfarería. Manos que moldean barro como lo hicieron sus abuelos. Como lo hicieron sus bisabuelos. Una tradición que se niega a morir. Que no necesita explicaciones. Que simplemente existe. Como respirar.

Llego a la Casona de Hidalgo. 

Me detengo.

Aquí algo cambia. El aire se vuelve más denso, más cargado. No es imaginación: es historia. Historia que pesa. Que se siente en los hombros, en el pecho, en el alma.

26 de noviembre de 1810. Miguel Hidalgo durmió entre estos muros. El Padre de la Patria. El hombre que gritó la Independencia. La imagen que está en todas las escuelas de México. Sus pasos resonaron en estos patios. Sus pensamientos se perdieron por estos corredores.

13 de junio de 1821. Pedro Celestino Negrete firmó aquí la adhesión al Plan de Iguala. Otro momento que cambió a México. Otra fecha que vive entre estas piedras.

Entro. Techos altos. Muros gruesos. Patios que han visto demasiado. Arquitectura que no necesita adornos. Que habla por sí sola. En idioma de cantera y tiempo.

Los vecinos cuentan historias. Túneles secretos bajo la casa. Pasajes que conectan con otros edificios. Tesoros escondidos. Leyendas que podrían ser verdad. Verdades que parecen leyendas. En Tlaquepaque, la diferencia no importa.

Camino por estos cuartos y no veo turistas. Veo insurgentes. No escucho mis pasos. Escucho cascos de caballos. Conversaciones susurradas. Planes que cambiarían una nación.

Salgo a la calle. El domingo continúa. Como si nada hubiera pasado. Como si no hubiera visitado el epicentro de la mexicanidad. El lugar donde México se pensó, se planeó, se decidió.

Porque eso es Tlaquepaque: el municipio que ha guardado intacta la esencia de lo que significa ser mexicano. Que resistió la modernidad sin rechazarla. Que creció sin perder su alma. Que se desarrolló sin olvidar de dónde viene.

Lo han sabido cuidar. Gobierno tras gobierno. Partido tras partido. Como si entendieran que hay cosas que están por encima de la política. Por encima de las diferencias. Por encima del tiempo.

Si la Gran Guadalajara es la ciudad más mexicana del país, Tlaquepaque es su corazón más auténtico. El lugar donde la mexicanidad no se actúa: se vive. Donde no se explica: se siente.

Los mariachis comienzan a tocar en el famoso Parían, en reconstrucción. “El Son de la Negra”. Los turistas aplauden. Los tlaquepaquenses sonríen. No porque sea un espectáculo. Porque es casa. Porque es domingo. Porque es México siendo México.

Avanza la tarde y cada vez hay más gente.

Regreso caminando hacia mi auto. El sol se esconde detrás de los tejados de barro. El día termina. Pero Tlaquepaque no termina nunca. Estará aquí mañana. Igual que ayer. Igual que hace doscientos años. Fiel a sí mismo. Guardián de lo que no se puede perder.

Un domingo cualquiera en el corazón de México.

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