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¿Quién traiciona a la patria?

En tiempos de pugnas, “traidor” se volvió la piedra que algunos llevan en el bolsillo para aventarla al primero que piensa distinto. Pero la patria no es un bando: es la casa de todos, con ventanas abiertas y discusiones que no incendian el techo. Llamar traidor al vecino es fácil; probar la traición es otra historia.

El derecho mexicano es claro: la traición no es dejar de amar a México de forma diferente, ni proponer un remedio audaz ante la corrupción, ni hablar con extranjeros buscando ayuda legítima. La traición es dejar de amar la tierra propia por un claro egoísmo, y entregar información militar, apoyar invasiones, pretender desmembrar el territorio, fortalecer a un Gobierno intruso. Actos tipificados, no adjetivos con ira y odio.

La Constitución misma la coloca en un pedestal de gravedad: no como muletilla partidista, sino como figura excepcional que sólo se invoca cuando hay hechos que rompen el suelo común. Por eso en realidad son poquísimos los genuinos traidores. La inmensa mayoría de quienes disienten son patriotas que aman de otra manera a México, a veces torpemente, a veces con vehemencia, pero dentro del marco que nos mantiene juntos.

En cambio, el uso de “traidor” suele ser un ritual tribal: el viejo juego de “amigo/enemigo” que Carl Schmitt describió como el pulso más primario de la política. Si todo se reduce a banderas, cualquiera que no lleve la mía es sospechoso. Y, sin embargo, ¿no es menos patriota aquel que señala la podredumbre, aunque lo haga con un lenguaje incómodo, que el que guarda silencio ante el deterioro?

La psicología política actual lo confirma: cuando la identidad se pega al partido, crece la polarización afectiva. No discutimos ideas, odiamos personas. Y el insulto “traidor” sirve para soldar el grupo hacia dentro, aunque rompa los puentes hacia fuera. Al final, se trata menos de defender a la patria que de reforzar el ego de la tribu partidista.

Propongo entonces una ecuación sencilla para desactivar el veneno:

Si conservadores y liberales se acusan mutuamente, pero no hay evidencia de los actos que la ley exige, el resultado es obvio: no hay traidores, sólo compatriotas que disienten. La aritmética cívica es clara: patriotismo = amor eficaz al bien común - traicionar es un daño probado a la soberanía.

Sin daño probado, el saldo es patriota.

Que vuelva la discusión fuerte, sí, pero honesta. Menos epítetos y más pruebas; menos guerra santa y más República. Si alguna vez aparece un traidor de verdad, los hechos hablarán por sí solos; mientras tanto, cuidemos la casa común: barramos los excesos del lenguaje, abramos las ventanas del diálogo y alimentemos el fuego que nos calienta a todos, unidos por el amor a México.

dellamary@gmail.com

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