Memoria a Volcán
La primera vez que visité Tequila llevaba en la memoria una crónica. No recordaba al autor. Solo las imágenes. El color del cielo. El contraste entre la tierra roja y el verde azulado de los agaves.
Era mi tercer mes en Guadalajara. Aún me sentía turista en mi propia vida nueva. Un sábado de abril decidí ir. Solo. Con la curiosidad de un corresponsal que necesita entender el alma de Jalisco, el lugar que acababa de elegir como casa.
El autobús salió de la nueva central. Carretera rumbo al oeste. El paisaje cambiaba con cada kilómetro. Primero suburbios. Luego, campos. Después, la tierra que comenzaba a tornarse roja. Como sangre seca. Como promesa antigua.
Entonces los vi.
Hileras infinitas de agave azul. Plantas como estrellas clavadas en la tierra. Verde azulado sobre rojo oxidado. El contraste más perfecto que había visto jamás. Más dramático que cualquier pintura.
El cielo era exactamente como en aquella crónica olvidada: azul intenso, sin una sola nube. Como si la naturaleza hubiera decidido que este rincón merecía el marco perfecto.
Bajé en el pueblo. Calles empedradas. Casas bajas. Olor a tierra húmeda y fermentación. Tequila no se ve. Tequila se huele. Se respira. Se siente en la piel antes de probarse en los labios.
Caminé hasta los campos. Un campesino me observó. Se acercó.
-¿Primera vez, verdad?
-¿Cómo lo supo?
-Por la cara. La gente de aquí ya no ve los agaves. Usted los mira como si fueran nuevos.
Tenía razón. Para mí eran nuevos. Cada planta, una revelación. Cada hilera, una lección de paciencia. Ocho años para madurar. Ocho años de espera. De fe en el futuro.
-¿Quiere saber el secreto? -preguntó.
Se agachó. Tomó un puñado de tierra roja y la dejó deslizar entre los dedos.
-Esta tierra tiene memoria. Es volcánica. Mineral. Sabe guardar secretos.
Al fondo, el Volcán de Tequila. Dormido. Paciente. Guardián silencioso. Sus laderas cubiertas de verde. Su cima cortando el cielo como navaja antigua.
Visité una destilería. Observé el proceso completo: desde la jima hasta la destilación. Hombres con “coas” cortando piñas. Hornos de piedra. Vapores densos. Alambiques de cobre. Cada paso, un ritual.
Al final, la prueba. Un caballito de tequila blanco. Cristalino. Ardiente como fuego. Lo tomé despacio. Sin prisa. Como debe hacerse.
El sabor me lo contó todo: la tierra roja, el cielo azul, los años de espera, las manos que cortaron, el fuego que transformó. Todo estaba ahí. En un sorbo.
Regresé al pueblo al atardecer. El cielo se volvió naranja, luego púrpura, después rosa. Los agaves brillaban como si tuvieran luz propia. Como lámparas verdes encendidas desde adentro.
En la plaza, los mariachis comenzaron a tocar. Turistas aplaudían. Los locales sonreían con ese orgullo discreto de quien sabe que habita donde nació algo que el mundo entero reconoce.
Esa noche, en el autobús de regreso, entendí algo importante: había leído sobre Tequila antes de conocerlo, pero conocerlo cambió la forma de leer sobre él. La crónica que recordaba ya no era la misma. Ahora tenía sabor. Tenía olor. Tenía memoria propia.
Tequila no es solo un lugar. Es una lección sobre el tiempo. Sobre la espera. Sobre cómo las mejores cosas necesitan años para ser lo que deben ser. Como el tequila añejo. Como esas decisiones de vida que empiezan siendo intuición y terminan siendo certeza.
Como mi decisión de quedarme en Guadalajara. Que empezó siendo trabajo… y terminó siendo hogar.