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La permanente crisis del agua

Dedicado a Julia Carabias y José Sarukhán

México es un país atravesado por una paradoja profunda: a pesar de recibir, en promedio, más de 700 mil millones de metros cúbicos de agua de lluvia al año, de contar con 757 cuencas hidrológicas, 10 mil kilómetros de litorales, y una diversidad de ríos, lagos y acuíferos, enfrenta crisis hídricas cada vez más graves y frecuentes. Lo que debería ser una fortaleza natural se ha convertido en una fuente de vulnerabilidad estructural. 

El problema radica tanto en la insuficiencia del agua en varias regiones, como en su desigual distribución territorial, su sobreexplotación, la contaminación de los cuerpos hídricos y, sobre todo, en la deficiente gestión pública del recurso. En otras palabras, México padece una crisis institucional del agua.

Durante las últimas décadas, las sequías, el agotamiento de acuíferos y los cortes en el suministro urbano se han hecho recurrentes incluso en zonas donde históricamente no existían problemas de escasez. 

Ciudades como Monterrey, Querétaro, León o la propia Ciudad de México viven bajo una constante amenaza de desabasto. Los datos de la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA) indican que más del 40% del agua que se distribuye en las redes municipales se pierde por fugas, y más del 70% de los cuerpos superficiales presentan algún grado de contaminación, mientras que la agricultura consume cerca del 76% del recurso disponible.

La paradoja se profundiza cuando se observa la desigualdad geográfica. El Sur y Sureste concentran casi el 70% de los recursos hídricos, mientras que el Norte y el Centro del país, donde vive la mayor parte de la población y se concentra la actividad económica, padecen estrés hídrico severo. Esta asimetría estructural refleja una geografía de la injusticia ambiental: hay agua donde hay menos población, y sed donde la economía más la demanda. 

A ello se suma la contaminación sistemática de los acuíferos y cuerpos de agua superficiales. El vertido de aguas residuales sin tratamiento, la expansión industrial sin control ambiental y la infiltración de contaminantes químicos, como el arsénico o el radón en ciertas zonas del Bajío, han convertido lo que antes eran fuentes de vida en amenazas a la salud pública. 

Paradójicamente, muchas comunidades rurales e indígenas, que habitan cerca de ríos o manantiales, se ven obligadas a comprar agua embotellada o a depender de pipas, mientras las grandes empresas disfrutan de concesiones para extraer millones de litros al día con escasa o nula regulación efectiva, además del llamado “huachicol del agua”, respecto del que no
El reconocimiento del derecho humano al agua en el texto constitucional en 2012 representó un avance jurídico significativo, pero no se tradujo en una garantía material. 

Según el INEGI, más de 10 millones de mexicanos carecen de conexión a una red de agua entubada dentro de su vivienda, y en comunidades rurales el problema se agrava: el acceso intermitente, la baja calidad del agua y los altos costos de transporte son la norma.

El caso mexicano ilustra un fracaso colectivo de planeación y gobernanza. El agua se gestiona más como mercancía que como bien público. La lógica del crecimiento urbano, industrial y agrícola ha prevalecido sobre la lógica ecológica. Las políticas se han concentrado en la oferta -más infraestructura, más pozos, más represas- y han descuidado la demanda -mejorar el uso, reducir pérdidas, reciclar y tratar el agua-. Urge un cambio de paradigma: pasar de la gestión hidráulica centralizada a una gestión socioambiental descentralizada, basada en cuencas y con participación ciudadana real.

Garantizar el derecho al agua implica reconocer que el recurso no es infinito y que su distribución no puede seguir subordinada a intereses de corto plazo. 

La paradoja mexicana no se resolverá solo con más y mejor tecnología, sino con una transformación institucional profunda, donde el agua deje de ser un privilegio y se convierta, al fin, en un derecho efectivo para todas y todos.

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