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La indispensable, augusta cara de la ciudad

Para un individuo saber reconocerse es vital. También lo es para una ciudad. En la medida en que se sabe quién se es se hace posible actuar de acuerdo a las circunstancias, encarar la realidad de manera adecuada y eficaz. Quien tiene clara su identidad puede procesar los retos de la vida y salir airoso de las dificultades; puede también adaptarse con inteligencia a las nuevas condiciones y sacar provecho de ellas.

Por eso resultan vitales para una ciudad sus señas de identidad. Los rasgos que la convierten en ella misma, que la diferencian de cualquier otra urbe. Para sus habitantes, una ciudad es más que una acumulación de construcciones e infraestructuras: es un  territorio nutricio, un ámbito en el que se reconocen y se saben parte de una comunidad.

¿Cuáles serían, para Guadalajara, sus rasgos físicos de identidad? Aquellos que han adquirido a través del tiempo un carácter icónico. Imágenes que convocan la sensibilidad de la población y que se guardan como elementos sustantivos e irreemplazables de su hábitat. Pueden ir desde la esencial silueta de Catedral, las torres de ciertas iglesias como San Felipe, San José de Gracia o varias otras. De las cúpulas del Hospicio Cabañas o del Paraninfo al escorzo de la poderosa estructura del Estadio Jalisco. Los primeros edificios en altura: el antiguo Hotel Hilton y el Condominio Guadalajara. Ciertas casas icónicas: la de don Efraín González Luna (Iteso-Clavijero), la frontera Villa Esperanza, la del doctor Luis Farah en Vallarta y Simón Bolívar, y afortunadamente tantas otras.

Existen perspectivas que son también un esencial patrimonio de la ciudad: es el caso de la vista de la Barranca de Oblatos desde el extremo Norte de la Calzada Independencia, la alameda de fresnos sembrada hace más de cuarenta años a lo largo de las avenidas Hidalgo y República; los panoramas -que debieran poder ser más frecuentados- desde múltiples torres de la ciudad; otra perspectiva muy recordable es la que se obtiene caminando por Javier Mina rumbo al poniente, donde se pueden ver las torres de catedral entre las frondas de los árboles. Y unas importantísimas: las que la Plaza del Dos de Copas (de la Liberación) liberó, a pesar de los pesares, cuando su traza fue implantada.

Pero hay una perspectiva única, inapreciable. Es la que entrega la imagen de conjunto de Guadalajara, la que hace entender su paisaje, la amplitud de su valle, la relación de sus partes, la armonía general que logra conservar su tejido urbano. Esta vista es la que se obtiene desde la bajada del cerrito del Tapatío, llegando de Chapala. No existe otro panorama como este, y su amplitud y belleza deberían ser apreciadas y conservadas correctamente. Debería de existir un mirador apropiado, desde donde niños y adultos pudieran apreciar esta estampa completa de su ciudad, desde donde comprenderla y gozarla. Desde donde verla de cuerpo entero, desde donde entender su cara.

Esta preciosa perspectiva, este icono compartido por todos los tapatíos, este orgullo mostrable a todos los visitantes ahora está nublado, subvalorado. Cinco o seis anuncios “espectaculares” ensucian la vista y no hay un lugar apropiado para considerar con calma este patrimonio comunitario. Habría que comenzar, de inmediato, por retirar los anuncios “espectaculares” (de los que al menos dos, de manera increíble, están sobre el espacio público). Y habría que buscar la manera como esta icónica, augusta presencia de la ciudad entera logre ser apropiada por toda la ciudadanía.

jpalomar@informador.com.mx

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