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La fractura en llamas: el maniqueísmo político y la urgente sanación colectiva

En los laberintos del poder, se ha instalado una narrativa tan antigua como dañina: la de los buenos contra los malos. Como si la historia fuera una obra de teatro de moral simplificada, donde un solo partido encarna la luz del progreso, la bondad y la voz del pueblo, mientras que los otros representan las sombras de la corrupción, el retroceso y la falsedad democrática.

Este maniqueísmo político -bien estudiado por psicólogos como George Lakoff, quien analizó cómo los marcos mentales determinan la percepción política del otro- no solo empobrece el pensamiento crítico, sino que incendia los puentes de la convivencia. Se crean trincheras invisibles en las cenas familiares, muros de sospecha en los cafés entre amigos y heridas abiertas en el corazón de la nación.

Y así, bajo el disfraz de la causa justa, se activa la estrategia más perversa de dominación: divide y vencerás. Pero ¿a qué precio? ¿Cuántas almas fracturadas deja este juego de espejos donde solo cabe el aplauso ciego o el odio visceral?

La política, cuando olvida su raíz ética, se convierte en teatro de máscaras donde el diálogo se reemplaza por la consigna y el adversario por el enemigo. Se infla el ego colectivo de “los nuestros” mientras se demoniza al otro. Pero esta fractura no es solo ideológica, es emocional, espiritual, afectiva. Nos rompe por dentro, nos separa del vecino, del hermano, del país que fuimos.

¿Hay salida? Sí. La esperanza no ha sido exiliada. Está en la voz que escucha, en el ciudadano que no repite, sino que reflexiona. Está en el reconocimiento humilde de que ningún partido posee la verdad absoluta y que todos, incluso los que pensamos distintos, anhelamos un país más justo, más humano, más nuestro.

Proponemos volver a practicar la conversación sin gritos, la crítica sin odio, el pensamiento sin consignas. Sanar la herida es reaprender a mirarnos sin etiquetas. Reconocer que lo que nos une -la dignidad, el deseo de paz, el anhelo de bienestar- es más fuerte que la propaganda que nos divide.
Porque solo una sociedad que se abraza después de la tormenta puede reconstruir su hogar común. Y porque no hay bandera que valga más que la unidad encendida del pueblo que sabe pensar críticamente… pero también amar.
 

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