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La aparente estabilidad mexicana

En las últimas tres décadas, México ha vivido bajo una aparente estabilidad que abarca su economía, su vida política y su estructura social. Esa estabilidad -más perceptible que real- ha permitido que el país avance sin rupturas mayores, pero también ha escondido rezagos profundos y desigualdades persistentes.

Desde 1995, el crecimiento real de la economía mexicana ha promediado alrededor de 2% anual, con tres caídas severas: la crisis del “efecto tequila” (1995), la Gran Recesión (2009) y la pandemia de COVID-19 (2020). En conjunto, el crecimiento ha sido apenas superior al de la población, insuficiente para cerrar brechas de desarrollo. Sin embargo, detrás de esa modesta expansión se gestó una transformación estructural: México pasó de depender del petróleo a consolidarse como una potencia manufacturera orientada a la exportación.

En ese tránsito, el país se reindustrializó, especialmente en los sectores automotriz, electrónico y aeroespacial, mientras otros rubros -agricultura, servicios y pequeñas empresas- permanecieron estancados. El sector público, a su vez, redujo su peso relativo, moderó su dependencia de los ingresos petroleros y logró una cierta estabilidad fiscal, aunque con un sistema tributario que sigue siendo insuficiente para financiar el desarrollo y la inversión productiva.

Un componente decisivo de esa estabilidad económica han sido las remesas. En 1990 sumaban apenas 6 mil 573 millones de dólares; en 2005 rondaban los 25 mil millones y en 2024 superaron los 54 mil millones. Este flujo constante de recursos -proveniente de millones de familias migrantes- ha amortiguado los efectos sociales de las crisis de 2009 y 2020, sosteniendo el consumo y estabilizando regiones enteras del país. Paradójicamente, la fortaleza de las remesas refleja la debilidad estructural del mercado laboral interno y la expulsión continua de fuerza de trabajo hacia Estados Unidos.

En el terreno político, México protagonizó una transición singular: de un régimen autoritario a una democracia funcional. No hubo una “revolución de terciopelo”, pero sí una transición a la mexicana, marcada por acuerdos, alternancias pacíficas y una expansión inédita de la participación ciudadana. Hoy, esa estabilidad política permite los cambios de Gobierno sin rupturas mayores, aunque su carácter “aparente” se hace evidente en la persistencia de un presidencialismo dominante, poderes metaconstitucionales, corrupción y una creciente disputa por el control de la narrativa pública más que por la eficacia institucional.

En el ámbito social, la estabilidad también se ha sostenido sobre bases frágiles. Si bien en los últimos años se han incrementado los salarios reales y las políticas de transferencias sociales, la desigualdad permanece constante, y fenómenos como la violencia, la crisis de seguridad, la desconfianza institucional y el consumo de drogas han erosionado los vínculos comunitarios. Al mismo tiempo, el fenómeno migratorio ha tejido un lazo indisoluble con Estados Unidos: siete de cada diez familias mexicanas tienen un familiar cercano en ese país. Esa conexión ha transformado la vida cotidiana y las aspiraciones de millones de hogares, donde conviven el miedo, la movilidad y la esperanza.

México ha vivido, pues, bajo una estabilidad inercial que ha evitado colapsos, pero que también ha contenido el desarrollo estructural. Si queremos trascender esa aparente calma, el desafío es triple: acelerar el crecimiento, fortalecer el Estado de derecho y las instituciones, y reducir la violencia y la desigualdad.

Solo así la estabilidad dejará de ser apariencia y podrá convertirse en una base real para el desarrollo, la libertad y el bienestar de una población que, con paciencia admirable, sigue esperando el futuro que merece.

dellamary@gmail.com

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