El Romance que no he visto
Tengo que confesar algo. En dieciocho años viviendo en Guadalajara, nunca he visitado el zoológico, uno de los más importantes de América Latina. A quince minutos de mi casa. Y nunca he ido.
No sé por qué. Tal vez porque los zoológicos me recordaban la infancia. Tal vez porque creía que ya sabía todo sobre ellos. O porque la vida adulta te hace postergar los lugares que crees que siempre estarán ahí.
Pero conozco la historia. Por lo que he leído. Por conversaciones. Sobre todo por una tarde cuando comimos con los hijos de mi amigo Roberto: Andrés y Sofía, ocho y diez años. Acababan de visitar el zoológico. Muy emocionados, no podían parar de hablar.
-¿Vieron animales interesantes? -les pregunté.
-¡Vimos la barranca desde arriba! -gritó Andrés.
-¿La barranca?
-Sí. En el Sky Zoo. Es como volar sobre los árboles. Abajo hay animales salvajes de verdad. No en jaulas. Libres.
Sofía agregó algo que me hizo pensar:
-Es como si el zoológico y la barranca fueran novios.
Novios. Una niña había encontrado la palabra perfecta.
Porque eso es exactamente lo que pasa en Huentitán. Un romance. Una historia de amor entre dos formas de entender la naturaleza. El zoológico que cuida especies de todo el mundo. La barranca que protege lo que siempre estuvo aquí.
He caminado la barranca de Huentitán muchas veces. Conozco algunos de sus senderos. Sus secretos. Sus cambios de luz según la hora. He visto cómo la neblina sube después de las lluvias. Cómo los pájaros cruzan de un lado al otro sin pedir permiso. Cómo las mariposas danzan entre árboles que estaban ahí antes de que existiera Guadalajara.
Lo que no había entendido hasta esa tarde con los niños es que el zoológico no está al lado de la barranca.
Está enamorado de ella.
Ciento cincuenta hectáreas que el zoológico conserva de la barranca. No para exhibirlas. Para protegerlas. Para que sigan siendo salvajes. Para que los coyotes, los zorrillos, las ranas, las tortugas, todas las especies que vivían aquí antes que nosotros, puedan seguir viviendo.
Es un romance inteligente. El zoológico le da protección legal a la barranca. La barranca le da autenticidad al zoológico. Los niños ven tigres de Bengala y, cinco minutos después, ven especies nativas en libertad. Aprenden que conservar no es solo salvar lo exótico. También es cuidar lo nuestro.
En mi programa de radio hablo mucho del wifi emocional. De esa conexión invisible que ocurre cuando las cosas auténticas se encuentran. El Zoológico de Guadalajara y la Barranca de Huentitán son exactamente eso. Una conexión que funciona sin forzarla. Sin fingirla.
Desde el teleférico, me han contado, puedes ver el contraste perfecto. Arriba, animales de África, Asia, América. Abajo, el ecosistema original de Jalisco. Todo cuidado. Todo respetado.
Los niños lo entienden de inmediato. “Son novios”, dijeron. Hay romance. Una pareja que se complementa. Que se cuida mutuamente. Que hace que ambos sean mejores.
Voy a ir pronto. Después de dieciocho años. Ya es hora. Necesito ver con mis propios ojos este romance del que tanto he hablado sin haberlo presenciado.
Porque a veces las mejores historias son las que conoces de oído, hasta que un día decides vivirlas. Como el zoológico que nunca visité, pero que ya forma parte de mis relatos. Como la barranca, para mí entrañable, y que ahora sé que tiene una pareja perfecta.
Romance entre conservación y naturaleza. Entre lo global y lo local. Entre lo que trajimos y lo que siempre estuvo aquí.
Guadalajara enseñando al mundo cómo se ama la vida salvaje.
Y yo, por fin, dispuesto a verlo.