Desigualdad al desnudo
La tragedia de la pandemia del coronavirus ha provocado, como consecuencia indirecta, que las relaciones de nuestro mundo social sean más claras y más directas. Entre otros aspectos, nos permite mirar y percibir con más nitidez que antes que la moderna sociedad capitalista basada en el antagonismo social, es una sociedad extremadamente desigual.
Y por supuesto que esta desigualdad social provoca que la pandemia sea enfrentada de modo distinto, según la clase social a la que se pertenezca. Y de este modo estamos asistiendo a una situación extrema en la que si no se tienen los medios suficientes se puede quedar incluso sin aire para respirar, como ha escrito recientemente el filósofo político camerunés, Achille Mbembe. Cientos de miles de personas en el mundo se están quedando, literalmente, sin aire para respirar.
En tanto, hemos leído crónicas de cómo algunos millonarios acondicionaron una habitación de sus residencias como salas de cuidados intensivos equipadas incluso con respiradores artificiales.
La desigualdad social brota visiblemente por todas partes. En la India, las medidas de confinamiento expusieron a cientos de millones de trabajadores pobres que habían emigrado a las grandes ciudades, a retornar a sus pueblos en zonas rurales, en condiciones riesgosas y deplorables, según ha contado la escritora y activista Arundhati Roy.
En Nueva York, apenas se conocieron los primeros casos de contagio por COVID-19, se fueron a la cara zona residencial de los Hamptons, como si se tratara de otra temporada vacacional. Algo semejante han hecho los ricos de París que se fueron a habitar pintorescos pueblos de la costa atlántica, provocando caos en las comunidades de acogida.
Esta migración de los ricos del mundo a lugares de recreo y poco habitados, donde presumiblemente es menor la posibilidad de contagiarse de coronavirus, recuerda a películas de ficción como Elisyum (2013), protagonizada por Matt Damon y Jodie Foster, en la que se relata un mundo distópico donde los ricos y acomodados del mundo ya no viven en un planeta tierra contaminado y lleno de enfermedades, sino en una mega plataforma que orbita alrededor de la tierra y donde el acceso a hospitales y medicinas aseguran la curación de todos los males. ¿Acaso esta historia no se parece demasiado al mundo actual?
La desigualdad social se revela también en el cumplimiento del mandato universal de “quédate en casa”. Mientras los ricos con alacenas y refrigeradores bien abastecidas pueden cumplir sin problema con el confinamiento, millones de personas de todo el mundo tienen que seguir saliendo a cumplir con funciones esenciales para el funcionamiento de la sociedad: repartidores de comida, cocineros, trabajadores de tiendas de barrio, mercados, almacenes, tianguis, recogedores de basura y otros puestos indispensables para que los demás sigamos funcionando. Pero esos puestos son asumidos por los más pobres, por los más marginados.
Así por ejemplo, las muertes en Nueva York, epicentro de la pandemia en este momento, los ricos se protegen en lugares caros de descanso, mientras mueren a tasas más altas migrantes latinos o afrodescendientes, justo porque no se pueden quedar en casa.
Las desigualdades sociales se palpan de manera lacerante en México y Jalisco. A pesar de las medidas de confinamiento, ayer en Guadalajara salieron a protestar músicos de orquestas y bares, operadores de transporte y de turismo quienes desde hace un mes se quedaron sin trabajo, y por tanto sin ingresos. Mientras más semanas de confinamiento pasemos, millones de personas se quedarán sin ingresos, sin despensas, sin alimentos.
Como he escrito en esta misma columna, cuando pase la fase más grave del coronavirus, no podemos esperar ni desear regresar a la “normalidad” de antes de la pandemia. Tenemos que pensar en cómo construir relaciones sociales que no produzcan desigualdades sociales como las que ahora brotan indecentemente en medio de esta tragedia.