“Amores Materialistas”: El triunfo del estilo sobre la sustancia
No sé si tengo amor para “Amores materialistas”. El segundo opus de Celine Song bien pudo llamarse “Amores impostados”, “Amores tóxicos”, “Amores inllevables”, “Amores sinrazón”, “Los ricos también lloran aman” o hasta “Migajeros: La película”. Cómo no lo vi venir. Su inconsistencia ya se deja ver desde su artificiosa secuencia de apertura, la cual resulta ser un presagio: vamos a ver una película presuntuosa, errática en tono e intención, extraviada en sus propias pretensiones... pero también con mucho atractivo visual.
Dakota Johnson hace el papel de una joven que trabaja como casamentera en el Nueva York más “pipirisnais”. Nuestra protagonista se verá enredada en un triángulo de atracción con un millonario impoluto y su chamagoso -pero guapo- ex novio, quienes son encarnados por Pedro Pascal y Chris Evans, respectivamente.
De entrada, es justo decir que la película se sostiene en el magnetismo de sus tres protagonistas. Ellos son la columna vertebral. De no ser por el incontestable star-power combinado de Dakota, Pedro y Chris, la película se hundiría. Pero verlos juntos es un deleite.
La triada rebosa sensualidad y carisma, atributos que ejercen sin esfuerzo alguno. ¿Que la dirección de actores es irregular? ¿Que cada uno actúa en un tono distinto, que carecen de ecualización y parecen estar en pelis distintas? Pues sí. Pero se sabe que los tres tienen un ‘je ne sais quoi’ que imanta, que te desarma, que arranca suspiros, que hechiza.
Para su segunda película, Song nos receta un drama romántico tipo “mumblecore”, de diálogos imposibles e implausibles.
La cineasta de la encantadora “Vidas pasadas” ahora nos inserta en un universo de emociones plastificadas.
Si los personajes aman o no, da igual. La película le hace honor a su título: es materialista, escueta en comentarios y reflexiones. Es frívola no sólo por las disyuntivas de sus personajes, sino porque -ideológica y emocionalmente- se torna en una experiencia a veces vacía, de imágenes preciosistas y emotividad distante.
Tanto en su exploración sobre las relaciones románticas contemporáneas y sus complejidades, como en sus ganas de parecer una película indie de los 90 o de principios de los 2000, “Amores materialistas” sufre en sus intentos por ser significativa a fuerzas. Se nota que trata de pasar por inteligente y astuta. Empuja por integrarse a la herencia identitaria de “Reality Bites”, “Frances Ha”, “Antes del amanecer”; arremeda recursos de LaBute, Smith, Solondz, Linklater. ¿Qué pasó? Song ya nos había mostrado que no necesita posar.
Siento que la realizadora se esfuerza tanto por seguir teniendo ondita (como en su ópera prima) que termina entregando una pieza banal, que trivializa su propia propuesta sobre lo que es el amor, que presenta a sus personajes como seres inaccesibles, como figuras de cera, de emociones y reacciones robóticas y programadas, de sensibilidades acartonadas. Los tres, además, habitan una realidad hiperestilizada y hasta chapucera. Si Song hubiera deconstruido sus diálogos cincelados y le hubiera subido el volumen al melodrama, tal vez hubiera sido una delicia.
Es más, la cinta incluso incorpora con calzador una subtrama demoledora y delicada que es tratada con superficialidad. Esto deja aún más en evidencia lo que ya mencioné: que la película busca ser trascendente por puro diseño y no por honestidad, que se esfuerza demasiado por ser importante.
En conclusión, puedes lanzarte al cine y quedarte con las virtudes de “Amores materialistas”: un elenco bonito, un diseño de producción eficiente, con las risas y sonrisas esparcidas por el relato y hasta con la buena rola de Japanese Breakfast que sale en el soundtrack. Diré, incluso, que “Amores materialistas” es como una cita romántica que al final no resulta del todo bien, pero a la que sabes que tienes que ir.