Un museo muy dulce
Las mil y una historias que se cocinan en esta admirable tienda-museo
GUADALAJARA, JALISCO (14/AGO/2016).- Nunca me imaginé que el apretujado y encerrado “busito” -tipo carro del ferrocarril- en que tuvimos la mala pata de subirnos para echar un primer vistazo a la ciudad de Morelia, y darnos cuenta rápida de los puntos notables de la ciudad (recomendación de García Márquez), nos dejaría frente a un pequeño pórtico de cantera rosa -típica del lugar- en donde un modesto toldo le servía de cobijo a un barril colmado de hielo, en el que se enfriaban botellas de algo que supuse sería rompope. Un sencillo letrero en la lona del frente, sin más ni más, solo decía: Museo del Dulce.
El bochorno del apretujamiento en el “busito”, aumentó a modo de estampida cuando quisimos entrar -todos al mismo tiempo- por aquella pequeña puerta. Nuestro sofoco desapareció casi de inmediato al contemplar la decoración y el ambiente de los delicados interiores de la vieja casona colonial, decorados o más bien construidos con auténticos muebles de la época porfiriana; bellos anaqueles colmados de ates, laminillas, jaleas, morelianas, cajetas, cocadas, rollos de guayaba, jamoncillos de leche, fruta cubierta, dulces de tamarindo, chocolones, rielitos, paletas, botellas de rompope (lo sospeché desde un principio), licor de frutas, alegrías, chocolate de metate, natillas, chongos, arrayanes, camotes, alfajores, huevos reales, borrachitos, jamoncillos de pepitas de calabaza y de nuez, bolitas de leche quemada, pasta de almendra, nuez de macadamia, fresas cristalizadas; y lo mejor del lugar: las encantadoras jovencitas elegantemente vestidas a la usanza francesa de la época porfiriana, con largos vestidos llenos de olanes y delicados encajes tejidos a mano; sombreros de ala ancha con adornos de tul y flores de seda y toda la parafernalia que se usaba en ese entonces, atendiendo al público (porque también es tienda) con tal clase y tal amabilidad, que resultaba sorprendente.
Disfrutamos y apreciamos muchísimo cada uno de los cuidadísimos detalles del lugar -desgraciadamente imperceptibles para la mayoría de la gente acostumbrada a las tiendas y supermercados de hoy en día-. Aquí el tiempo parece detenerse. Habrá que detenerlo nosotros mismos… y disfrutarlo, para captar los pequeños (y valiosos) detalles, esencia de la vida misma.
Con gran clase, ellas son quienes se esmeran en ofrecer, ya sea una probadita de algún exquisito ate, o una oblea, o bien un pequeño trozo de moreliana, o un sorbo de alguno de los diferentes sabores del rompope, o un impecablemente blanco y suavecito malvavisco de limón, que (lo confieso) no soporté la tentación de robármelo del estante desde donde me cerraba el ojo, y cuya bolsita vacía tuve que agregar a la canasta que ya llevábamos repleta de pecados.
En esa ocasión tuvimos la suerte de ser atendidos por una adorable muchachita llamada Cristel quien, tan solo con sus ojos, su mirada y su actitud, hacía imposible dejar de llevar lo que ella proponía.
“Nieve de Pasta” fue lo que entre otras cosas nos sugirió. Una extraña y deliciosa nieve típica de la región, hecha con leche bronca y canela que -sin dejar la elegancia y el glamour propio del lugar- nos sirvieron en “El Patio de Atrás” de la casona.
Tratando de completar el pecado, al darme cuenta que un cafecito era lo que me faltaba, tuve la dicha de acudir al cuartito de al lado, en donde me encontré a dos elegantes damas porfirianas, rodeadas de muebles decorados con vajillas antiguas y teteras hasta la altura de los techos quienes, en un refinado artefacto preparaban un delicioso café como debe ser: “Negro, fuerte y caliente”, que nos hicieron el favor de llevar a la mesita en donde la “nieve de pasta” y otro bocadillo dulce ya nos esperaba. ¡Gozo total!
Todas estas tradiciones dulceras tuvieron sus inicios en los años del mil seiscientos, cuando las monjas dominicas enclaustradas, a falta de otras cosas más atractivas (¿?), se dedicaban a hacer ates con las recetas traídas de la madre patria. En esos tiempos, los famosos ates eran asoleados ¡en las cúpulas de la iglesia! en complicidad con el campanero dueño y señor de las superficies eclesiásticas. De ahí fue que salieron las famosas “laminillas asoleadas”; invento y receta (para deleite nuestro) de Doña Lolita Villicaña.
Las mil y una historias que se cocinan en esta admirable tienda-museo (imposible ponerlas en este espacio) se aparecen -agregándole la veta histórica y artística- en la bien puesta sala de maquetas, en la muestra de un taller antiguo, en la cocina -viva y trabajando- de aquellos tiempos, y en el gráfico documental de fotos y video, que se presentan en varios salones de la añeja residencia.
Es una verdadera suerte poder visitar esta dulzura de tienda-museo llena de anécdotas, recuerdos de nuestra historia ¡y delicia! en el centro de Morelia.
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