Suplementos
De viajes y aventuras
“Estarse quieto, es también una aventura”
GUADALAJARA, JALISCO (27/JUN/2010).- Ayer que estuve en La Presa de la Vega (a 45 minutos de aquí, por la nueva carretera que va rumbo a Ameca), y me acordé de Juan Salvador Gaviota, en aquel pasaje cuando su profesor ya un poco entrado en años, enseñándole algunas técnicas de vuelo y hablando de los temas de la velocidad, sorprendía al joven discípulo que, por más que este ejecutara con destreza hermosas cabriolas a velocidades inauditas, el maestro ya estaba ahí en el destino mucho antes que el, muy sereno y parado en el lugar en el lugar que había sido asignado.
Velocidad amigo -le decía el maestro- velocidad no es viajar rápido; velocidad es estar ahí.
Ayer llegué a La Vega con mi kayak, desbordante energía y dispuesto a dar una buena remada en la hermosa presa, para disfrutar de un ejercicio intenso con las luces del atardecer.
Al llegar a la cortina, para mi desgracia vi que el viento que soplaba del oriente había acumulado una buena cantidad de lirio en el lugar donde pensaba embarcarme; y aunque no era mucho, si era más que suficiente para desistir en mis intentos deportivos.
Sin sentirme frustrado, tomé las cosas con filosofía, y dejando el kayak en el techo de la camioneta… bajé mi sillita plegable, los miralejos, la cámara, un block de notas y… con toda la velocidad que me fue posible, me dispuse a disfrutar de las enseñanzas de Juan Salvador, en medio de la mayor calma y paz interior que me fue posible.
¡Que maravilla…! ¡Que sorprendente! Estando ahí muy quieto… todo empezó a suceder alrededor, cómo si todo un gran teatro hubiera estado preparado tan solo para mí.
Unos enormes pájaros con su pico curveado, caminaban frente a mi sosteniéndose con sus dedos extendidos suavemente entre los lirios, mientras se deleitaban comiendo quien sabe que delicadezas del menú de la laguna.
Las garzas blancas, sumergiendo sus largas patas en el fango y dejando volar con el viento las plumas del copete, arponeaban de cuando en cuando algún pececillo distraído que por ahí pasaba.
Unos hermosos pajarotes grises y muy serios, con su larga pluma amarilla en la cabeza, parados en alguna cerca, miraban atentos igual que yo aquel escenario sorprendente.
Las enormes bandadas de pelícanos blancos, con más seriedad y parsimonia que el resto de los asistentes, sentados en el agua se movían lentamente casi sin que se notara.
Parecía que todos disfrutáramos de aquel sol, que después de haber estado ardiente y despiadado durante la tarde, se veía ahora amable y esplendoroso, mientras -casi pidiendo una disculpa- se ocultaba lentamente entre los cerros para pintar de rosa el cielo, y también de rojo, de naranja, de gris, de amarillo y de… yo no sé de que tantos colores que hacían cambiar -como si fuera sin querer- los colores del paisaje entero.
Los verdes se hacían más verdes, los grises brillantes del agua se hacían de un color azul profundo, y los dorados de la breña reseca de los alrededores se hacían amarillos recalcitrantes.
Las garzas blancas que volaban tratando de encontrar sus nidos, eran ahora tan solo unas sombras negras y aerodinámicas que rompían calmadamente el cielo rojizo del atardecer.
Luego, después de todo aquel alboroto de graznidos, comelitones y revoloteos, todo fue quedando en un hermoso y sobrecogedor silencio que se acentuaba por el croar de alguna rana, que no lo dudo, se engolosinaba por la dicha de vivir en un lugar así.
Y meditando calmadamente sobre la velocidad y rapidez con que actualmente queremos vivir, pensé igual que Juan Salvador Gaviota, …
“Velocidad… velocidad es estar ahí”
Velocidad amigo -le decía el maestro- velocidad no es viajar rápido; velocidad es estar ahí.
Ayer llegué a La Vega con mi kayak, desbordante energía y dispuesto a dar una buena remada en la hermosa presa, para disfrutar de un ejercicio intenso con las luces del atardecer.
Al llegar a la cortina, para mi desgracia vi que el viento que soplaba del oriente había acumulado una buena cantidad de lirio en el lugar donde pensaba embarcarme; y aunque no era mucho, si era más que suficiente para desistir en mis intentos deportivos.
Sin sentirme frustrado, tomé las cosas con filosofía, y dejando el kayak en el techo de la camioneta… bajé mi sillita plegable, los miralejos, la cámara, un block de notas y… con toda la velocidad que me fue posible, me dispuse a disfrutar de las enseñanzas de Juan Salvador, en medio de la mayor calma y paz interior que me fue posible.
¡Que maravilla…! ¡Que sorprendente! Estando ahí muy quieto… todo empezó a suceder alrededor, cómo si todo un gran teatro hubiera estado preparado tan solo para mí.
Unos enormes pájaros con su pico curveado, caminaban frente a mi sosteniéndose con sus dedos extendidos suavemente entre los lirios, mientras se deleitaban comiendo quien sabe que delicadezas del menú de la laguna.
Las garzas blancas, sumergiendo sus largas patas en el fango y dejando volar con el viento las plumas del copete, arponeaban de cuando en cuando algún pececillo distraído que por ahí pasaba.
Unos hermosos pajarotes grises y muy serios, con su larga pluma amarilla en la cabeza, parados en alguna cerca, miraban atentos igual que yo aquel escenario sorprendente.
Las enormes bandadas de pelícanos blancos, con más seriedad y parsimonia que el resto de los asistentes, sentados en el agua se movían lentamente casi sin que se notara.
Parecía que todos disfrutáramos de aquel sol, que después de haber estado ardiente y despiadado durante la tarde, se veía ahora amable y esplendoroso, mientras -casi pidiendo una disculpa- se ocultaba lentamente entre los cerros para pintar de rosa el cielo, y también de rojo, de naranja, de gris, de amarillo y de… yo no sé de que tantos colores que hacían cambiar -como si fuera sin querer- los colores del paisaje entero.
Los verdes se hacían más verdes, los grises brillantes del agua se hacían de un color azul profundo, y los dorados de la breña reseca de los alrededores se hacían amarillos recalcitrantes.
Las garzas blancas que volaban tratando de encontrar sus nidos, eran ahora tan solo unas sombras negras y aerodinámicas que rompían calmadamente el cielo rojizo del atardecer.
Luego, después de todo aquel alboroto de graznidos, comelitones y revoloteos, todo fue quedando en un hermoso y sobrecogedor silencio que se acentuaba por el croar de alguna rana, que no lo dudo, se engolosinaba por la dicha de vivir en un lugar así.
Y meditando calmadamente sobre la velocidad y rapidez con que actualmente queremos vivir, pensé igual que Juan Salvador Gaviota, …
“Velocidad… velocidad es estar ahí”