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Tlacotalpan, la de los brillantes colores

GUADALAJARA, JALISCO (13/JUN/2010).-  Axayácatl fue el bravo guerrero azteca que sometió a las “tierras calientes”, que en ese entonces estaban en poder de los olmecas, y más antes de los totonacas.

Él fue quien bautizó el lugar como Tlacotalpan: bonito y sonoro vocablo que en náhuatl quiere decir algo así como “La Tierra partida”

Tlacotalpan está situada entre las vaporosas y ricas tierras donde se desliza lento y abundante el Río Papaloapan “Río de las Mariposas”; de donde viene su imagen toponímica “La Tierra partida por el Río de las Mariposas” ¿Suena bien, no?, y además describe de maravilla al pueblo. 

El encanto de sus casonas altas y dignas, de corte más bien clásico, son adornadas -casi agresivamente- con rotundos colores que expresan sin temor la alegría de vivir de sus habitantes jacarandosos y explosivos como las mismas mariposas de donde les vienen el nombre.

Con muy buen gusto y desenfado; y además con increíble arrojo, usando combinaciones inusitadas que derrochan arte, optimismo y alegría, sin complejo alguno los estruendosos colorones de las fachadas parecen estar cantando a la vida y al amanecer de cada día, entre las mariposas y a la orilla del río.

El resultado ha sido tan exitoso que la UNESCO la seleccionó como una de las ciudades del mundo que son Patrimonio de la Humanidad.

Todo esto fue construido allá por los tiempos de la colonia. Claro está que después de haber pasado por mil y un historias, y conquistas crueles e impositivas como: la sustitución de unos dioses propios (Chalchitlicue: Diosa de las aguas) por otros nuevos importados (La Virgen de la Candelaria). El cambio de poderes y poderosos que ya iban y ya venían imponiendo sus criterios propios. Intereses e ideologías diferentes que jocosamente se hacen notar con tan solo recordar los nombres con que se ha bautizado y rebautizado una y otra vez a la bella población: una vez fue simplemente Tlacotalpan; otra vez, La Isla de la Candelaria; más tarde apareció como San Cristóbal Tlacotalpan; otra vez más… Tlacotalpan de Porfirio Díaz.

Así pasó una buena parte de su historia entre dioses, santos y políticos, hasta que con el correr del tiempo, ahora con el solo nombre de Tlacotalpan, fue reconocida por el gobierno mexicano cómo “Ciudad Típica”; más tarde como “Monumento Histórico”, “Pueblo Mágico” y muchas cosas más, que le vienen sobrando a la bella ciudad que es. Posteriormente, la UNESCO en 1998, la declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad.

La UNESCO (interesante es mencionarlo) que quiere decir: United Nations Educational Scientific and Cultural Organization (Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura de las Naciones Unidas) fue creada en 1946 con el objeto de promover la paz mundial, a través de la comunicación, la educación y las ciencias naturales y sociales.

Tlacotalpan está en el Estado de Veracruz sobre una barra de arena que separa la Laguna de Alvarado de las aguas del Golfo de México un poco más de 80 kilómetros al Sur del puerto. Una desviación de 14 kilómetros llega bordeando el Papaloapan hasta la bella Tlacotalpan.

Ciudad tropical donde caminan tranquilos los peatones por las callejuelas bien adoquinadas. Donde los escasos automóviles pasan casi a vuelta de rueda con respeto de los caminantes. Donde las señoras van a comprar empanadas y “galletas de agua” a la impecablemente bien puesta tienda de la esquina. Donde la elegancia clásica de las fachadas con sus colorones, que no sólo cantan sino gritan, con sangre jarocha las canciones de Agustín Lara que ahí nació.
 
El Papaloapan enorme y caudaloso, a su lado va tirando al mar con desesperante calma los torrentes de agua que llenarían a Chapala en un instante.
Mariscos de todas clases con el sabor casero de la delicada cocina veracruzana se ofrecen en la orilla. No muchos, pero si muy buenos hoteles pueblerinos, reciben a los visitantes cómo si ya se conocieran desde siempre.

El tiempo, ahí parece detenerse, sudoroso, enredado entre las sombras de los almendros y la sonrisa de la gente que envuelta en la armonía estridente de los colores de su caserío, derrocha y con alegría canta su hospitalidad.

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